miércoles, 7 de agosto de 2019

El país que encontré

Hace ya dos semanas de mi regreso. Curiosamente, mientras estuve en Venezuela, no tuve el tiempo, la energía o la disposición, de escribir una palabra.
Pero viví todo con mucha intensidad.
Al principio, era como una realidad paralela.
No reconocía mi casa, mi cuarto, mi cama. Los libros en la biblioteca. La primera noche me costó dormir: el canto de los sapitos me daba insomnio (me encanta ese sonido, pero ya había aprendido a dormir en su ausencia).
Me pasó como cuando regresaba al campo, a la casa de mis padres, y el silencio era tan abrumador que parecía ruidoso. Tanto silencio que se hacía molesto. Algo así me pasó con los sapitos. Su canto era un recordatorio constante de que había dejado atrás cosas entrañables que ya había olvidado.
Pero mi hijo, mi nuera, mis amigos, mis compañeros de trabajo y el país, me recibieron con tanto afecto, que enseguida me sentí en casa.
La luz creo que fue lo primero que note. Luego el clima: ni caluroso ni frío. Y El Ávila como marco.
Qué país tan hermoso el nuestro.
El primer día de mi llegada, una orquídea abrió su flor y me la regaló. Estuvo dando su aroma y su color hasta que me fui.
Y en la Concha Acústica de Bello Monte, un viernes de teatro al aire libre, fui testigo de un movimiento palpitante de gente en resistencia, gente de paz, que quiere cambiar el país desde la cultura y la civilidad. Un movimiento novedoso, aunque no se si eficiente o efectivo, de transformar desde el entorno personal, desde dónde es posible cambiar algo en el territorio de la desesperanza, de la ausencia de salidas, de la tristeza. Fue una noche de al menos cinco mil personas en la calle y un cielo estrellado, en la que por primera vez en mucho tiempo, pude salir en medio de la noche caraqueña sin tener miedo. Allí también me encontré con amigos que no esperaba ver, y nos dimos abrazos entrañables.
No tiene lógica alguna, ni parece ser políticamente viable, (sobre todo cuando recordamos que el destino está manos de quienes sólo saben hablar el lenguaje de la violencia), pero al menos a mi me resulta novedoso pensar que un movimiento de civilidad pueda derrocar a la barbarie.
Me gusta soñar con eso.

La ciudad que encontré

En mi imaginario, creo que el desastre era mucho mayor.
Claro que el desastre sigue, pero no superaba el que había recreado en mi cabeza. Por eso la ciudad no me pareció tan desbastada.
Y además, ya no hay escasez. Aunque si hiperinflación, hambre y mucha, mucha, desigualdad.
Una señal es que el dólar circula en lugar del bolívar. Hay cajas en los supermercados donde se paga en dólares. La gente se transfiere por zelle en la calle, como si fuera desde cuentas nacionales. Se puede comprar hasta el tomate y la verdura, con dólares.
No sé de dónde salen tantos dólares en un país con control cambiario (sobre todo en efectivo). Y todos (todos, desde la cajera de la panadería hasta el que vende café en la calle) manejan el volátil cambio dolar/bolívar al momento.
Otro signo, es el de la gasolina. Es tan barata que no se puede pagar. No hay moneda que la pague.
Entonces, los bomberos la regalan, O la cambian por galletas, refrescos o un café.
Suena absurdo, pero así es.
Y en los bancos, después de hacer una fila inmensa, sólo se puede sacar dinero en efectivo según el monto que marque un solo billete: hay tres opciones diez mil, veinte mil o cincuenta mil. Pedí sacar treinta mil (un billete de diez y otro de veinte mil, según me enseñaron a sumar en la escuela) y me dijeron que no, como si dijera una grosería. Porque es sólo un billete por persona. Sin embargo ya me habían advertido que no pidiera el billete de 50 mil porque nadie me daría cambio. Así que me trancé por el de 20.
¿Siguen el hilo de la historia? ¿Verdad que es muy difícil de entender? Como un referente a los lectores que viven fuera del país, les diré que para el momento, un dólar eran 9 mil bolívares. Es decir, yo quería sacar algo así como tres dólares en efectivo.
En los cajeros automáticos solo se puede sacar tres mil bolívares, es decir, la tercera parte de un dólar. Y por lo general, están vacíos.
Casi no hay carros en la calle, por lo que no hay tráfico. Esto, infiero, debido a la migración y a la falta de repuestos.
Y no hay tanta gente pidiendo ni buscando comida en la basura. No imagino qué pasó con ellos (¿Será que se fueron a pie, en desesperada huida? Quiero pensar que no murieron).
Paradójicamente, todo esto hace que la ciudad parezca más amena.
Claro, que tampoco hay casi transporte público. Y mi vida, sin el carro que le robaron a mi hijo, dependía de que alguien me buscara o me llevara.
La bicicleta fue una opción en algún momento, pero no estoy en forma para andar en bici por la ciudad. Tomé el metro en dos oportunidades y corrí con suerte porque no me dejó, pero la fragilidad del sistema era tan evidente, que metía miedo. Entré sin que nadie me cobrara y la estación estaba a oscuras. Salí poco antes de la violencia de la hora pico.

Limpiando la casa

Una de las tareas a las que me dediqué, fue a limpiar mi casa. Sentí la imperiosa necesidad de poner orden, y de apropiarme con ese gesto de mis cosas. Fue oportunidad de revisar papeles, leer viejas cartas, encontrar fotografías, descubrir libros.
Un vaivén de sentimientos en cada rincón desempolvado.
Además, estaba en la búsqueda frenética y pausada de mi título universitario.
Me pregunté muchas veces si son signos que debo leer: mi título se perdió misteriosamente en estos dos años de ausencia. Regresé y a los pocos días celebré el día del periodista. Mi hijo se graduó de arquitecto y lo acompañé a su grado, donde recibió un titulo parecido al que perdí. Cumplí años y pensé que encontraría mi título como un regalo.
Pensé si sería que ya no era periodista. Que mi destino me marcaría otros oficios.
Pensé si era que ya no tenía tanto valor.
Como que también he perdido mi casa, que aunque está allí, no puedo usarla, ocuparla, venderla o alquilarla.
Pensar si realmente son valiosas estas cosas por las que tanto luchamos.
Ordenar mi casa, fue hacer un amoroso repaso de las cosas que dejé, y con las que ya no cuento en mi vida cotidiana, pero que sigo amando, ahora en mi casa cerrada.
Velaré porque no las arrope el polvo.
Fue también una forma de despedirme.

Sentirme de allí

Otra sensación extraña fue sentirme parte. Ciertamente en México me siento como en casa, lo he dicho mucho. Pero en Caracas fue sentir que todo estaba escrito bajo el mismo lenguaje. Entendía todas las expresiones. Y mi historia estaba en cada esquina. Allí donde crecí, donde viví casi toda mi vida.
Comí cachapas (no tan ricas como imaginé) cachitos (aunque son mejores los que hace Thelma en Ciudad de México) y cocadas (sí, éstas deliciosas). Fui al cine y en la oscuridad, me sentí rodeada de venezolanos. Me bañé en el mar Caribe.
Un amigo que vive en Miami desde hace al menos 30 años, me dijo que al pisar Maiquetía, enseguida entiende todo, hasta los gestos. Y que eso lo hace sentirse en casa. Es un lenguaje cultural, con señas más que palabras. A ello me refiero.
Me sentí abrazada por los amigos a los que vi, porque el afecto sigue allí, atado a lo que vivimos antes, a pesar de la distancia. Mis vecinos, mis amigos de la infancia, mis afectos labrados en los trabajos. Los que construí en la escuela y en la universidad. No me encontré con todos, pero fue un regalo encontrarme con los que pude ver. Todo eso junto, que fue reparador, como estar en familia.
Pensar que tenía miedo de venir por lo que podía sentir, y fue tan sanador descubrir que aunque me haya ido, hay mucho de lo que creí perder, que no perderé nunca.
Aunque me queda claro que el país irá cambiando y que yo también, y que puede que regrese y no entienda mucho de lo que pasa.
Pero aunque perdí mi título, en su lugar, tendré algún papel. Nadie me quitará lo que aprendí en la universidad y en los periódicos en los que trabajé, y sobre todo, nadie me quitará la historia que forjé y los amigos que construí.
Están en mi, aunque me vaya.