domingo, 23 de agosto de 2020

Cumpleaños y balance

 Este 21 de agosto cumplimos tres años en México. Para celebrarlo, quise hacer un balance: lo que gané y lo que perdí. Empezaré por aquello que gané:

- Calidad de vida. Al principio me parecía alucinante poder caminar de noche sin miedo. Ir al cine. Caminar la ciudad. Sacar el celular en el metro al principio me pareció un sacrilegio, luego una liberación. Ir al supermercado y encontrar que había lo que quisiera comprar, una gran tranquilidad. Ahora es parte de mi vida, de mi cotidianidad. Me encanta que sea normal lo que debe ser normal. 

- Crecimiento. El no preocuparme por sobrevivir, liberó mi mente. Estudiar, leer, investigar, pensar. Siento que he crecido profesionalmente, que me he transformado. El no tener que disponer de tiempo para buscar cómo resolver problemas absurdos, como encontrar la batería de un carro, hacer filas enormes para obtener efectivo o encontrar gasolina. La tranquilidad de no tener que pensar en esos problemas, me dejó tiempo para aprender. 

- Mis amigas de WICT. Ellas, mis amigas mexicanas, han sido solidarias, empáticas, me han invitado a ser parte con generosidad, me han abierto sus corazones, dado consejos y me han regalado cosas fundamentales, encuentros que me enseñaron otra manera de entender la vida. Con ellas me siento una más. Me han hecho sentir que valoran aquello diferente que puedo aportar. Y me han dado razones tangibles para querer más a México.

- Caminar la ciudad. En Caracas, si no tienes coche no eres nadie y moverse en la ciudad es casi imposible sin un vehículo. En Ciudad de México puedes ir a dónde gustes a pie. Puedes usar bicicleta, metro, metrobús, autobús, tranvía. Y puedes caminar mucho. La ciudad es amable para ser caminada. Me encanta que caminar sea la forma de trasladarme en lugar de depender de un auto.

- La comida mexicana. Puede que parezca un cliché, pero la comida mexicana si ha sido todo un descubrimiento. Gradual, como si de una conquista amorosa se tratara. Al principio no la entendía (todos los chiles me sabían al mismo picante imposible de tragar). Ahora puedo encontrar sutilezas y hay platillos que he integrado a mis hábitos. Si algún día me voy, se que extrañaré muchísimo esta comida que he aprendido a amar.

- Familia. Vinimos a México en familia. Mis padres viven con nosotros casi desde que llegamos. Viajamos en el mismo avión seis personas y tres perros -Miguel, nuestras mascotas, Whisky y Soda; mi hermana Sonia, su esposo Gory y sus dos hijos, Daniel y Andrés, además de su perrita Kira- y enseguida se mudaron a Querétaro. Allí vamos de paseo cuando queremos salir de la ciudad. Aquí encontramos a Marta, nuestra prima de España y a Ciro, su esposo, con sus hijas, María y Julia, con quienes hemos construido una hermosa relación de encuentros regulares y comidas deliciosa, Luego nuestros hijos vinieron por partes, primero Mariana y luego Pedro y Andrea, Hemos acompañado su crecimiento e independencia. También hemos construido nuestra familia escogida: Maye, Javier y Sofía. México ha sido un lugar para crecer en el amor y aprender nuevas formas de ser familia.

- Tranquilidad. Cualquier venezolano con hijos jóvenes entenderá lo que significa no preocuparse si sus hijos están en una fiesta y no trasnocharse, pensando en todo lo que puede sucederles. En México pude dormir tranquila cada vez que ellos salían de rumba -y aunque ahora estamos en pandemia, si hubo muchas salidas nocturnas antes del confinamiento- Ahora ambos viven en sus casas y me encanta ver cómo se están convirtiendo en adultos  

Lo que perdí:

- Un país. Nunca me quise ir de Venezuela. Nunca imaginé dejar el lugar en el que nací, donde me volví adulta, en el que me enamoré y en el que nacieron mis hijos. Venezuela es un dolor permanente.  siempre me he sentido responsable de su destino y no puedo ser indiferente a nada que la afecte. 

- Mi trayectoria profesional. Aunque sigo siendo quien soy, he perdido lo que construí en Venezuela: relaciones laborales, credibilidad, la certeza de tocar puertas y saber que encontraría respuestas. 

- Mis vecinos. Los encuentro en el chat del edificio, pero ya no los encuentro en el pasillo. Mis vecinos, luego de vivir 20 años en nuestro departamento, eran casi mi familia. Los quiero y extraño.

- Mis amigos. Tengo amigos que son mis amigos desde hace mucho, que aunque no he perdido, no puedo verlos ni encontrarme con ellos. Me hacen falta, junto a una taza de café y un encuentro.

- Mi casa. Aunque no la he perdido, no la tengo. Mi casa está llena de objetos que tienen mucho significado para mi, que son parte de mi historia. A veces, la imagino cerrada, y me duele.

- Lugares. He encontrado playas hermosas en México, he conocido sitios increíbles. Pero los lugares que han sido parte de mi crecimiento y de mi historia, como las playas de Puerto La Cruz, El Ávila, la Gran Sabana, Mérida, sitios de Caracas, son sitios que añoro. 

Es más lo que gané que lo que perdí. Mucho de lo que perdí lo puedo recuperar. Y gané ser más feliz. Así que gané mucho. ¡Viva México!


lunes, 17 de agosto de 2020

El pan que alimenta hambres espirituales

Hace unos cinco años comencé a hacer pan con masa madre.

Entonces vivía en Venezuela, y mi decisión no tuvo nada que ver con la moda fermentista que acompaña a buena parte de mi comunidad en las redes. En ese entonces no había pan en Caracas. Eran enormes las filas para comprar pan en cantidades reguladas y escasísimas las oportunidades de conseguirlo. Comer una rebanada de pan con mantequilla era un deseo añorado y compartido por muchos. Un anhelo básico, pero fundamental. Curiosamente, el símbolo universal cuando se piensa en el hambre de la humanidad, es el ofrecer pan. Quizás mi idea de hacer pan pretendía calmar un hambre, no necesariamente física, sino espiritual: alcanzar aquello que nos niegan, obtener aquello a lo que no nos dan acceso. 

Entonces, puedo decir que empecé a hacer pan con masa madre por necesidad. Tenía harina guardada de algún viaje que amenazaba con dañarse, pero no levadura. Mi hermana había experimentado con masa madre y me compartió un poco. Es así como, con ensayo y error, siguiendo tutoriales de YouTube, aprendí a hacer pan y llegué casi por azar a esta pasión que ya forma parte de mis hábitos y rutinas. Una vez a la semana, y ahora por placer y ya no por necesidad, hago pan de masa madre.

Con el tiempo, las masas madres se van volviendo ricas, explosivas. Su comunidad de levaduras es cada vez más potente. Me dolió dejar a mi masa madre en Caracas y empezar de nuevo en México. Aunque la verdad es que dejé cosas que me dolieron más, siendo realistas. Fue una pequeña pérdida, y para retomarla, habría que empezar de cero. Como tantas cosas para los migrantes.

Pasado el tiempo, mi masa madre mexicana es maravillosa. 

Produce unos panes que logran crecer mucho y que tienen muy buena miga. Me han acompañado en tres mudanzas y las he dejado al cuidado de otros durante salidas de vacaciones, siempre con el temor de encontrarlas muertas al volver. Pero son muy fuertes. 

He aprendido mucho con el pan: comenzando con el proceso, en el que el primer ingrediente es mucha paciencia. En una época en la que todo se quiere rápido, me parece placentero producir algo que no se puede apurar. Que se inicia por la mañana y termina por la noche. Que para leudar hay que dejar al menos cinco horas. Que crece lento, y que requiere tiempo. No se puede apurar.

La parte del amasado es también terapéutica: Son golpes y golpes contra la masa que liberan energía retenida, y sacan viejos rencores, rabias ancestrales. Hemos visto en programas de la tele a personajes que representan a terapistas con almohadones que enseñan a golpear para liberar tensiones. Eso hago yo al amasar el pan. Descargo. Es de mi mejores momentos de la semana.

La otra es la satisfacción de compartirlo. Ver a otro disfrutar de su sabor. Literalmente dar pan al que tiene hambre, como quien dice. Porque cocinar para otros, es dar amor. Así me enseñó mi yaya, cuando nos hacía de comer.

Entonces, ahora ando en la moda fermentista. No solo hago pan con masa madre: hago kombucha, cerveza de jengibre, chucrut... y por allí sigo investigando. Pero la semilla fue el pan de masa madre. Una herencia que me traje de Venezuela, y que evolucionó hacia otros fines, mejorando su sabor y consistencia.



domingo, 9 de agosto de 2020

Futuro: un hoy con mañana

Estuve hablando con mi hija Mariana sobre el futuro.

El futuro aquí es posible. Quizás esa es una de las diferencias más importantes con Venezuela.

Tanto Pedro como Mariana al poco de llegar a México pudieron ser independientes. Ambos trabajan, rentan sus casas y pagan sus servicios, hacen mercado. Se sostienen por sí mismos. Algo impensable si siguieran en Caracas.

Pueden además pensar en futuro: hay múltiples opciones de crecimiento y desarrollo, formas de ampliar sus horizontes, posibilidades.

Es justo lo que perdimos en nuestro país. Hace menos de 30 años era posible conjurar nuestros deseos en ese verbo. Estudiando en la universidad, incluso antes de ejercer profesionalmente como periodista, pude mudarme a mi propio espacio y ser independiente. Y el futuro existía.

Más allá del tema práctico: que aquello que te pagan por trabajar alcance para rentar un espacio, comprar comida, vivir, e incluso, que exista la posibilidad de soñar con comprar una vivienda, el tema del futuro tiene que ver con crecer. Y para crecer, el país debe ser un territorio incluyente, en el que todos tengamos cabida, y en el que al imaginarnos siendo parte, pensemos en la posibilidad de construir, contribuir, aportar. Si no somos parte, sino aportamos, no sumamos al futuro y no nos pertenece. 

Creo que uno de los motivos que me hizo migrar fue pensarme sin futuro. Y ese sentimiento de no-futuro, (que anula la esperanza, las ganas de vivir, el impulso vital para seguir adelante) había sido sustituido por la básica necesidad de sobrevivir. Era la fuerza que me hacía despertarme por las mañanas: averiguar donde comprar comida, dónde conseguir gasolina, cómo resolver el problema del efectivo, dónde encontrar una batería. Tras resolver estos asuntos prácticos, cuando llegaba la noche, quedaba el vacío. Un espacio oscuro de desolación.  

Aún en medio de la incertidumbre que es mi vida de migrante, en la que mi futuro es tan frágil que puede desbaratarse en un tris, me da energía saber que al llegar la noche puedo pensar que al despertar, puedo pensar que haré un curso de inglés, en redactar una historia, en construir relaciones que pueden concretarse en proyectos. Y si en algún momento superamos la pandemia, podemos pensar en recuperar el espacio público, ir al parque, a la playa, compartir con amigos. 

El futuro, es un hoy con mañana.


domingo, 2 de agosto de 2020

Chile relleno de flores de Jaimaica sobre caraotas negras

Si hay algo sabroso en migrar, son los nuevos sabores.

No se asimila rápido. Luego de tres años es que al fin puedo diferenciar entre chiles. Tengo certeza de que me gusta más el pasilla y el chipotle, seguido del chile de árbol. El serrano (que ya conocía desde Venezuela) es el que menos. Y no solo puedo, sino me encanta, comer acompañando a la comida con picante. Sin embargo reconozco que este conocimiento que hoy ostento con orgullo es apenas la punta del Iceberg en una cultura muy densa y compleja. La realidad es que no se nada.

A pesar de esta escasa sabiduría, hoy preparamos como comida dominguera chile poblano relleno de flores de Jamaica sobre una cama de frijoles negros. La receta eran con frijoles bayos, pero nosotros le agregamos el toque venezolano. Y no puedo describir la complejidad del sabor: el leve picante del chile, con el ácido/dulce de la flor de Jamaica y el complemento de la pasta de caraotas negras trituradas sobre las que se sentaba. Un verdadero viaje de sensaciones.

Recién llegada a México me invitaron a comer tacos al pastor. Pude apreciar la sorpresa de combinar la piña con el cochino y el picante, sin embargo, en adelante los tacos no me entusiasmaron gran cosa y la comida en general con excepción de los chilaquiles que me conquistaron desde un inicio y los tamales, a los que me volví adicta hasta que mi nutricionista me los prohibió, me parecía bastante repetida. Ahora entiendo que era parte de la miopía en la que me tenía sumida mi ignorancia. 

Creo que se requiere de cierta apertura de corazón, para de verdad apreciar la comida de otra cultura cuando migramos. Dejar de lado la nostalgia por aquello que dejamos atrás. No pensar más en arepas, cachapas, dejar de comparar los quesos blandos o de añorar el casabe, que ese sí es verdad que no encuentro. O la falta de empanadas, sobre todo las orientales con el toque dulce y picante, golfeados o tequeños. O la morcilla carupanera, que no he vuelto a probar desde hace ya mucho tiempo.

La verdad, es que la cocina venezolana es cada vez más una opción a la mano: a cuadra y media de mi casa, en distintas esquinas, hay dos restaurantes venezolanos. Y en el mercado Juárez, donde hago mis compras, hay una bandera de mi país en un puesto que ofrece desayunos y almuerzos. Tengo pendiente pasar un día de estos por unos patacones, que vi en el menú. La harina PAN la venden en Walmart. En el mercado Medellín se consigue todo lo necesario para hacer hallacas.

Recuerdo mi sorpresa con la visita de unos amigos italianos en Caracas, que solo querían comer pizza y pasta. No dieron el paso a ir a una arepera, aunque los invité con insistencia. Me impresionó la falta de aventura, de riesgo, de curiosidad. La indiferencia ante la posibilidad de descubrir nuevos sabores.

Sin embargo, cuando llegué a México, y aunque iba entusiasmada a visitar mercados y taquerías, los nuevos sabores pasaban por mí, pero no yo por ellos. Ahora entiendo que debía asimilarlos, hacerlos míos. Dejar de verlos como una turista para que formen parte de mi nueva cultura.

Es por eso que en estos días de cuarentena hicimos un sancocho venezolano, al que le agregamos maíz pozolero, y obvio, un toque de picante. Y no puedo describir lo que es eso de increíble. Ya asimilamos en nuestra dieta - y no podemos comer sin tenerlo en la mesa- la salsa de cacahuate con chile de árbol, así como la salsa verde o roja, que hacemos en casa.

Esta fusión de comida, en la que mezclamos los sabores que traemos de Venezuela con los de México, es expresión de la integración que ocurre al interior, cuando ya dejamos de ser un poquito de allá para serlo más de acá.

Aún tengo camino por recorrer: me falta entender cómo se usa el epazote, no termina de encantarme el huitlacoche, aún no me gusta que la tuna al cocinar suelte esa agua densa y espesa, las flores de calabaza son todavía una rareza en mi cocina (las he preparado una que otra vez, pero como una excentricidad), el mezcal y el tequila no son mi bebida natural. Y en el tema de los chiles, ahora es que falta...

Sin embargo, ya me siento preparada para que los sabores de México sean parte de mi.