domingo, 26 de julio de 2020

Permiso de trabajo

Soy la orgullosa portadora de una credencial que me otorga el título de residente temporal con permiso de trabajo en México. Para muchos puede que suene trivial. Para mi, es el resumen de tres años de lucha.

Hace casi treinta años, cuando era reportera en El Nacional en Caracas, llevé a cabo una investigación sobre migrantes colombianos indocumentados. Fue una serie que asumí con pasión y que me llevó a caminar en dos o tres barrios de Petare en búsqueda de historias. El resultado fue un seriado que se publicó en varios días y que incluyó diversas historias: desde niños nacidos en Venezuela que solo podían estudiar hasta el 6to grado por no tener cédula de identidad, familias separadas por la deportación del padre o la madre, la corrupción en la entrega de documentos, la existencia de un barrio en el corazón de Petare en el que la cumbia y el vallenato, así como las banderas en las ventanas, indicaba que se pisaba otro país. Me conecté con la realidad de aquellas personas: su sufrimiento, su añoranza por un país que dejaron atrás y las dificultades que agregaba su situación irregular.

El seriado tuvo impacto, aunque en la distancia ese impacto pierda relevancia: Alejandro Izaguirre quien entonces era ministro del Interior, me citó a su despacho y me interrogó concienzudamente. Quería entender el problema de los niños que no podían seguir sus estudios, aunque hubieran nacido en el país. Posteriormente el entonces presidente Carlos Andrés Pérez firmó un decreto que ordenaba registrar y otorgar partida de nacimiento a los niños nacidos en Venezuela, sin importar que sus padres fuesen indocumentados. También me llamó César Miguel Rondón (no saben la emoción al recibir esa llamada) para hablarme de una serie o unitario que realizarían para la televisión, a partir de las historias que escribí en ese seriado. Me pagó por mis derechos (y yo sentí que aquel señor era todo un señor), aunque no recuerdo si finalmente se hizo el programa. Un premio inmenso fue acompañar a Salvador Garmendia, quien lo escribiría, a caminar aquel barrio petareño de corazón colombiano, para contactarlo con las personas que yo había entrevistado. De ese momento guardo una foto (que lamentablemente no puedo reproducir en este blog porque está en mi casa de Caracas). Por cierto en Internet no hay huella, ni de los reportajes ni del unitario. 

La reflexión la traigo hoy, cuando finalmente tengo un documento que me permite trabajar en México. Viví un año indocumentada por una serie de complicaciones burocráticas y con el susto de tener que dejar el país y a mi familia de improviso. Sin poder tener una cuenta de banco, un seguro médico, un carnet de conducir y sin poder viajar. Con miedo en todas las entrevistas a las que acudí. Luego obtuve mi permiso de residencia temporal con el estatus de ser dependiente de mi esposo por reunificación familiar. Hoy, con este cambio, siento que tengo identidad y autonomía. Me siento una persona con derechos.

Cuando entrevisté a aquellos colombianos indocumentados en mi país, me puse en sus zapatos y traté de entender realmente cómo se sentían. Nunca pensé que, 30 años después, yo estaría en esa misma situación. De largo que es muy diferente ponerse en los zapatos de alguien, a ser ese alguien.







domingo, 19 de julio de 2020

Yo, vulnerable

Este viernes estuve en Migración por una diligencia trivial: anunciar mi cambio de domicilio. Siempre que estoy en ese lugar siento miedo. Tengo la fantasía de que algo van a descubrir al hurgar en sus archivos y que me van a expulsar del país. Me siento sospechosa cuando me miran y pienso que yo misma me voy a delatar sin querer.

Ello, aunque los funcionarios son amables y aunque no hacen preguntas capciosas. Y aunque (ustedes lo saben) soy una buena persona y no he cometido (ni cometería) ningún delito.

Puede que toda la situación que antecede (la fila desde las 6 de la mañana. Escuchar a mis compatriotas narrar situaciones de Venezuela. Que te den un número. La policía custodiando) me retrotrae a situaciones del pasado, cuando vivíamos en un país en el que las personas no nos sentimos ciudadanos, aunque alguna vez lo fuimos. Donde un funcionario se siente con el poder de decidir el futuro de quien está detrás de la ventanilla, y en el que todo puede ser arbitrariamente torcido o cambiado, en un abrir o cerrar de ojos. 

No se si tengo un trauma con la policía. Aunque se que no estoy frente a un policía venezolano, que son civiles y no militares y que además, al ser mexicanos, son extremadamente amables, no puedo evitar sentir escalofríos si me acerco a preguntar algo o si me revisan la cartera al entrar.

Ya he vivido situaciones difíciles en Migración: un mal entendido en un trámite inicial con mi empleador, hizo que rechazaran mi solicitud. Y al tratar de hacerles ver el error, el asunto se convirtió en un engorroso problema burocrático que me hizo vivir indocumentada por un año. Aunque todo finalmente se arregló, siempre creo que de alguna computadora saldrá este dato, que nuevamente torcerá mi destino.

Ir a Migración me hace sentir extremadamente vulnerable. Es un sentimiento que no va con mi personalidad (siempre he sido "defensora de algo o alguien", quienes me conocen lo saben). Pero en esos momentos, me someto: espero que todo pase, que todo ocurra mientras mi destino queda en manos de otros.

El otro día en un taller que organizó Efecto Cocuyo, lo entendí. Y recordé una anécdota: cuando me tocó vivir cerca de un vecino que todos los días maltrataba a su perro y mi hija Mariana insistía en denunciarlo. Pero yo (aunque amo a los perros, aunque se me aceleraba el corazón en el momento de la violencia y aunque odiaba escuchar el aullido del pobre animal cuando lo golpeaban) opté por evitar ir ante la autoridad: somos extranjeros, le dije, no sabemos si luego nosotros terminamos denunciados.

Creer que no tienes derechos es la base de este sentimiento de vulnerabilidad y la razón del silencio frente a las injusticias. Y aunque se, porque lo dije muchas veces en mi trabajo como activista, que los derechos humanos no te los pueden quitar, porque son inherentes al ser humano (sin distinción alguna de nacionalidad, lugar de residencia, sexo, origen nacional o étnico, color, religión, lengua, o cualquier otra condición. Todos tenemos los mismos derechos humanos, sin discriminación alguna) es muy diferente estar del otro lado: aquel en el que te encuentras en desventaja.

Quizás en este sentimiento de vulnerabilidad, en el que hay un otro que tiene el poder sobre tu destino -y en el que en la práctica poco importe que tengas o no derechos humanos- se explique (en parte) el por qué sigue una dictadura oprimiendo a mi valiente país, y por qué no bajan los cerros, como hace rato deberían haber bajado.


domingo, 12 de julio de 2020

Las flores que habitan mi casa

Hay días en que mi casa se desdibuja en mi memoria.

Hace ya tres años que me fui, y aunque regresé en julio pasado, hay partes de mi casa -esa que habité más de veinte años- que he olvidado. También me pasa que a veces creo que tengo una olla, un abrigo o un libro en mi casa mexicana cuando en realidad estos objetos nunca han viajado: siguen guardados en mi casa de Caracas. La confusión puede ser aún más grande cuando trato de recordar las fotos que están en el pasillo - ese que guardó mis pasos en momentos de ansiedad, en el que di carreras con mis hijos pequeños jugando al escondite- o al tratar de ubicar la posición exacta del mueble cercano a la ventana (tanto polvo que sacudí de el, tanto fue lo que soñé bajo su abrigo) y no puedo. A veces también me sorprenden recuerdos vívidos de un objeto que creí haber perdido, y una alegría me sacude, aunque luego descubra que igual no está conmigo, porque está cerrado y solo en mi casa vacía.

Uno creería que los espacios que habitamos permanecen inalterables, al menos en la memoria. Sin embargo, no es así.

Así me lo confirmó Pancho hoy, al enviarme fotos de las flores que están por abrir. Me sorprende que ellas, mis plantas, únicas habitantes de mi casa, siguen abriendo generosas sus flores, aunque nadie las disfruta. Ofrecen un concierto de belleza y color hacia la intimidad de una casa cerrada. Me reconforta sentir que ellas siguen haciendo suyo mi hogar, ese que a veces en mis recuerdo se desdibuja. Entonces, colores y formas ya desconocidas para mi, siguen siendo parte de lo que fue mi entorno, en otras formas de amar distintas: esas que tienen las plantas.

Entonces, siento que ya mi casa no está sola. Y que yo, de alguna forma, la alcanzo en la distancia.


domingo, 5 de julio de 2020

Cumpleaños en pandemia

La fiesta de mi cumpleaños fue la sorpresa de un pastel de chocolate que trajo un Uber a la puerta de mi casa. El cariño de un amigo por whatsapp. Mensajes de amor en Facebook e Instagram. Una voz grabada en mi teléfono cantando cumpleaños feliz. Un dulce que llegó en una caja rosada, con un poema y un nombre enigmático: amor muerto, pero rotundamente delicioso. Unas violetas en un matero color oro. Una llamada de Zoom con mi familia cantando mal, pero cálida y cercana. Un abrazo que traspasa el otro lado de la pantalla. Mis hermanas como soporte y compañía. Mensajes desde distintas partes del mundo. Una llamada de disculpa, reconocimiento, reconciliación, justo cuando la decepción parece arroparme. Una voz de aliento en la oscuridad. Y mi esposo cómplice, haciendo el desayuno, el almuerzo, lavando los platos, mientras yo respondo a mis amigos. Lo humano traspasando el encierro.

Ha sido un cumpleaños realmente extraño, en un día de mucho trabajo, que parece normal pero no lo es, bajo esta pandemia que coloca a la muerte como amenaza y certeza en el horizonte y que oscurece el futuro con la sombra de la crisis. Pero que al tiempo, trae renovación, retos, esperanza de cambio, nuevas oportunidades.

Mi cumpleaños también me trajo un curso nocturno -en lugar de fiesta- para celebrar aprendiendo. Que a toda edad, más cuando se cumple (es decir, se envejece) la vida trae sorpresas. Que estamos para aprender todos los días.  

Los aniversarios son momentos para hacer balances, de celebrar la vida, de encontrarse con los amigos. Sin embargo, éste llegó casi sin ser deseado, en un momento de desánimo y de hastío por el encierro. Pero a medida que el día fue avanzando, las llamadas y mensajes cargaron mi día de una nueva energía.

Ahora tengo una nueva vitalidad, gracias a todos estos amorosos regalos que me confirman que la vida, esta inesperada vuelta de hoja que encontramos a cada paso, nos sorprende con el reto de seguir confiando, creando, amando. 

Una confianza que nace en vernos en el otro, ese espejo que nos confirma que no estamos solos.