domingo, 16 de abril de 2023

Los afectos fundacionales

 Si algo tengo que agradecer de este viaje a Venezuela, ha sido el encuentro con los afectos.

No pudieron ser todos, porque fueron pocos días y muchos a quienes no pude ver.  Tuvimos que hacer una agenda y en el marco de una intensísima vida social - de la que se sabía la hora en que empezaba pero no en la que terminaba-, ver a algunos de esos amigos y amigas que han marcado nuestras vidas. Amistades construídas en la universidad y en los primeros trabajos. Mis compadres y comadres. Esa familia escogida, amigos fundamentales -o fundacionales- de nuestra personalidad, de nuestra historia. También a la familia-familia. 

Se trata de afectos en los que, a pesar del tiempo transcurrido, en estos breves encuentros no hubo mucho que explicar, aunque sí, poco espacio para ponernos al día. Con los que hay guiños compartidos, porque nos conocemos tanto, que nos queremos con todo y nuestros defectos. Y con quienes parece que no han pasado los años, porque siguen intactas todas las conexiones. (¿Les ha pasado esto de encontrarse con alguien en el que 6 o 4 años sin verse es apenas una pausa? ¿Como que la amistad quedó allí y es fácil arrancar la conversación para encontrarse de nuevo?) Esto es una maravilla. Porque hay personas con las que de repente sientes que no tienes nada en común, porque evolucionamos diferente hacia otros rumbos. Pero hay amigos, esos que llamo "fundacionales" que son como hermanos, y con quienes pareciera que no hay distancia ni tiempo que nos separe.

Amigos y amigas - Ida y Omar- que fueron ancla, puerto. Que nos recibieron y nos despidieron (literal - porque nos buscaron y llevaron al aeropuerto, nos acompañaron en momentos inciertos y estuvieron allí para apoyarnos) que nos dieron conexión (también literal, porque nos ayudaron a conectarnos a internet). Y Charito y Pancho, que han sido nuestros hermanos más allá de este viaje puntual durante seis años de ausencia, resolviendo conflictos y situaciones muy complicadas: el mejor ejemplo del amor del cual es capaz esa familia escogida a la que llamamos amigos.

Fueron días de, en pocas horas, tratar de contar una vida. Cómo ha sido el viaje. Qué he aprendido, qué he extrañado. Y en ese contar - y escuchar- sentirnos abrazados, en comunión. Tras la puesta en común, hacer un balance: sobre los que nos fuimos y los que nos quedamos. Lo que perdimos y lo que ganamos. Lo que igual hubiéramos perdido, aún quedándonos. 

Este encuentro con nuestros afectos también permitió una reflexión generacional, porque han pasado los años, y ya muchos estamos rozando los 60. Algunos son abuelos. Todos se reinventan profesionalmente: la mayoría son  periodistas que se enfrentan al cambio de paradigma en el ecosistema digital y fue interesante ver qué camino ha tomado cada uno, además de ver cuáles les permite tomar Venezuela y qué hemos podido hacer en México.

Hubo una noche en la que vino toda la banda de la universidad (en realidad no toda). Llegaron a mi casa sin muebles, a hacer arepas -y trajeron todo, porque es una casa sin nada- a llenar de cerveza la nevera, escuchando música a volúmenes inapropiados, a sentarnos en el piso -porque no hay recibo, ni sillas- y fue como un regreso en el tiempo a cuando éramos estudiantes y nos reuníamos en casas sin muebles, sentados en el piso, jóvenes e inmaduros, con la vida toda por delante, hablando tonterías, soñando y arreglando el país. Como si el tiempo no hubiera pasado. Me di cuenta que nuestras naturalezas seguían intactas: la mayoría sigue siendo fiel a quien era en aquellos años tempranos.

Esta suerte de remenbraza vívida (como si fuera una obra de teatro que recrea un tiempo pasado), me hizo pensar acerca de las esperanzas y expectativas sobre la vida que tuvimos hace 40 años, en aquella "otra Venezuela" de los años 80, y las que tuvieron efectivamente lugar - en esta suerte de no país -, tras vivir esta maldición histórica que nos tocó en la suerte (o en la mala suerte) y que a unos nos expulsó, a la mayoría nos sacó de rutas profesionales, a otros nos volvió naúfragos-migrantes, pero que todos transformamos en un gran ejercicio de resiliencia, para tomar rumbos increíblemente creativos e interesantes.

Podemos pensar que al migrar, perdimos estos encuentros, lo que de alguna manera, es cierto. Pero no es totalmente una pérdida porque nuestros amigos y amigas siguen en Venezuela y que hayan ocurrido estos reencuentros luego de tanto tiempo sin vernos, con la misma conexión, comprueba que no los hemos perdido.

Con el encuentro familiar, vivimos la angustia de ver el deterioro del país y sus consecuencias en personas que amamos, y constatar que la "realidad-burbuja-economía-boyante" es ilusoria, apenas la realidad de unos pocos, mientras la enorme mayoría -sobre todo en pueblos del interior del país- vive-sobrevive, inventando soluciones creativas a la vez que rebuscadas a problemas también rebuscados e increíbles.

En lo personal, creo que el sentimiento de pérdida más vívido, fue habitar el pasillo en la casa de La Espiga en la que pasé todas las navidades de mi infancia, y las navidades de la infancia de mis hijos, y estar en ese espacio ahora sin niños ni familia, solo con mis tíos ancianos. Es una nostalgia por lo que fue y ya nunca será. Pero ver a mis tíos tan unidos, amándose uno al otro, compañeros, me dio la certeza de que el amor es la inversión más rentable. Como fue también ver a mi prima Fabiola tan solidaria y presente en sus vidas.

Una cosa linda de Caracas -que había olvidado- es que sigue siendo un pueblo (frente a monstruos de ciudades como Ciudad de México) por lo que encontrarse con amigos en la calles es casual y cotidiano: es una alegría inesperada, que te recuerda que la vida te sonríe y que siempre estamos en conexión.

Algo que ahora me pregunto es si puedo construir amistades como las que dejamos en Venezuela, en otro país y a otras edades. Y además, si podemos hacerlo en esta época. Posiblemente sea difícil replicar las amistades que hicimos a nuestros 20, al tiempo que el ritmo de vida digital y acelerado de ahora, unido a la exigencia de producir y trabajar más horas, resta espacio, tiempo y disposición. Pero la amistad es de las cosas importantes que tenemos en la vida y de las que más felicidad entrega. Este viaje a Venezuela lo confirmó.




domingo, 26 de marzo de 2023

El rescate del naufragio

Hace cuatro días que llegamos a México, tras pasar 15 días en Venezuela, luego de tres años -en mi caso- sin volver. Miguel tenía seis años sin regresar.

Fue un viaje intenso, hermoso y difícil, complejo de resumir. En este texto (que intuyo tendrá varias partes) intento registrar sentimientos, imágenes, recuerdos y pensamientos, porque temo que queden sepultados tras la vorágime de mi día a día. Porque necesito ponerlos en papel y entenderlos. Porque fue un viaje trascendente. Porque creo que escribir, me va a permitir recuperar mi voz, esa que perdí con la migración y que evidencia este blog con su último post: octubre del 2020.

En principio, me parece mentira que 15 días parezcan dos meses, y a la vez, se sienta como un suspiro. Que en pocos días me sentara a revisar toda mi vida, leyendo mi historia - literal - porque uno de los propósitos del viaje fue decidir qué hacer con las "cosas personales" de mi departamento, para dejarlo listo para la venta. Así que, sentada en el piso de la sala vacía de mi casa, revisé los poemas que escribí a los 12 años, los dibujos que hice a los 17, las cartas de amor que recibí, artículos reporteados en distintas etapas de mi vida periodística para El Nacional, Tal Cual, El Universal. Fotos en pautas (subiendo un cerro de Petare con Salvador Garmendia para una investigación sobre colombianos indocumentados; en la selva, junto a los yekuana, para una reflexión sobre el encuentro con el viejo mundo y en los días de las exhumaciones en La Peste, acompañando a madres buscando a sus hijos asesinados en el Caracazo). Mis ideas como maestra del colegio Kennedy de Fe y Alegría, en el Barrio Bolívar de Petare, cartas que me enviaron los niños, informes que hice en Cofavic, registro de violaciones a los derechos humanos, entrevistas a líderes y referentes del país en los 80 y 90. Cartas a mi hermana que fueron a Italia y sus respuestas -con un mes de espera entre carta y carta- con sus sellos postales de correo ordinario. Diarios. Esperanzas y tristezas. Cursos de periodismo y sus diplomas. Toda una vida en las fotos de mis hijos desde que eran bebés hasta adultos, con sus registros de las idas al pediatra, su crecimiento mes a mes, sus progresos, sus cuadernos escolares. Informes médicos y mi doble operación de columna. Viajes a Europa en una época en la que era normal viajar una vez al año.

Tanto, que no cabe en una o varias maletas. 

Quemé mis premios de periodismo, porque ¿Cómo dejar que sean pisoteados en la basura? Allí quedó el Antonio Arraiz a la mejor reportera de El Nacional en el 91, pues, ¿Qué importa, 30 años después, un premio como ese, de un periódico que ya no existe? ¿Para qué me sirve en mi realidad de migrante, en otro país, y en la que me he transformado al hacer mensajes compactos -y potentes- para redes sociales, guiones para podcast sobre tecnología o notas sobre el negocio de la televisión en lugar de los kilométricos reportajes de investigación sobre la pobreza de Venezuela?

Es tan relativo aquello que es o no importante. ¿Qué rescatar del naufragio?

Así le dije al guardia mexicano que, al abrir mis maletas, me preguntó si era una mudanza. Le dije: no, es un naufragio: estas cinco maletas es lo que pude rescatar.

Al mismo tiempo, pienso en aquello que acumulamos toda la vida. En el valor emocional que colocamos en algunos objetos. En lo relativo que es el valor material de las cosas. Mi departamento, por ejemplo, que hoy se ofrece a la mitad de su valor, debido a la situación del mercado inmobiliario en Venezuela. Me recuerdo soñando con comprarlo, cuando vivía en los 100 metros cuadrados del piso cuatro, porque ambicionaba los 140 metros cuadrados del piso dos, su distribución, su vista al parque. Hoy tengo otras ambiciones. Mi casa en México está en una comunidad popular. Muy diferente a la urbanización de clase media en la que viví durante más de veinte años. Sin embargo, mi casa mexicana de hoy es mi hogar, y la siento acogedora, suficiente.

Y hoy aún más, porque suena -a sus medias horas y con campanadas cuando es la hora en punto- la música del reloj de péndulo que nos trajimos de Venezuela hace pocos días.

Quizás son las cosas que importan.

Una reflexión que me quedó al desplegar todo lo que escribí cuando era reportera fue mi coherencia. Lo digo sin pudor ni falsa modestia, porque ciertamente me causó orgullo - y me sorprendió- el descubrir que llevo casi 40 años escribiendo sobre equidad de género, desigualdad, discapacidades, justicia, derechos humanos, sostenibilidad, el valor de la democracia, diversidad. Buscando historias de personas para contar sus puntos de vista, siempre personas en situación vulnerable, registradas con respeto, sin hacer "porno miseria", buscando conectar con el lector para traducirle aquella otra realidad, que parece tan lejana.

Historias además, bien escritas.

Encontré mi serie sobre colombianos indocumentados en Venezuela: nunca pensé entonces, que yo sería alguna vez indocumentada en otro país, como lo fui en México durante mi primer año.

Me gustó descubrir que hoy sigo escribiendo sobre equidad de género y sostenibilidad, derechos humanos, democracia o justicia, solo que con otras herramientas y recursos.

Quizás es al final lo que importa. Es lo que no perdí, pero que parece, olvidé. Y que rememorarlo, fue de las cosas buenas que me traje de este viaje a Venezuela. Aunque fueron muchos los reportajes y notas periodísticas que dejé, lo que importa, es lo que traigo en la memoria. Un valor intangible, del que no es relevante si entra o no en la maleta.

PD: Las cinco maletas que nos trajimos, con sus objetos cuidadosamente embalados y protegidos, fueron desarmadas por la Guardia Nacional al salir de Venezuela. Pasaron una hora y media con nosotros y abrieron todas las maletas. Nos dijeron que buscaban drogas. Ciertamente, las maletas se debían ver extrañas al pasar del rayos X, pero quizás tras abrir dos o tres, pudieron dejar la revisión. No justifico que los guardias leyeran mis cartas, husmearan en mis fotos e hicieran preguntas sobre mi vida, registraran cada disco de Miguel, requisaran mis diarios. Fue una intromisión innecesaria. Sentí el peso de la dictadura en el ejercicio del poder por la satisfacción de ejercer el poder. El motivo por el que decidimos irnos. Al llegar a México, los funcionarios de la aduana también abrieron nuestras maletas, pero lo hicieron con actitud profesional y respeto. No hicieron chistes sobre los objetos que llevábamos. Nos explicaron que teníamos que pagar impuestos y nos informaron sobre leyes que no conocíamos. Pagamos los impuestos y seguimos. Me confirmó que México es el país en el prefiero vivir.