domingo, 16 de abril de 2023

Los afectos fundacionales

 Si algo tengo que agradecer de este viaje a Venezuela, ha sido el encuentro con los afectos.

No pudieron ser todos, porque fueron pocos días y muchos a quienes no pude ver.  Tuvimos que hacer una agenda y en el marco de una intensísima vida social - de la que se sabía la hora en que empezaba pero no en la que terminaba-, ver a algunos de esos amigos y amigas que han marcado nuestras vidas. Amistades construídas en la universidad y en los primeros trabajos. Mis compadres y comadres. Esa familia escogida, amigos fundamentales -o fundacionales- de nuestra personalidad, de nuestra historia. También a la familia-familia. 

Se trata de afectos en los que, a pesar del tiempo transcurrido, en estos breves encuentros no hubo mucho que explicar, aunque sí, poco espacio para ponernos al día. Con los que hay guiños compartidos, porque nos conocemos tanto, que nos queremos con todo y nuestros defectos. Y con quienes parece que no han pasado los años, porque siguen intactas todas las conexiones. (¿Les ha pasado esto de encontrarse con alguien en el que 6 o 4 años sin verse es apenas una pausa? ¿Como que la amistad quedó allí y es fácil arrancar la conversación para encontrarse de nuevo?) Esto es una maravilla. Porque hay personas con las que de repente sientes que no tienes nada en común, porque evolucionamos diferente hacia otros rumbos. Pero hay amigos, esos que llamo "fundacionales" que son como hermanos, y con quienes pareciera que no hay distancia ni tiempo que nos separe.

Amigos y amigas - Ida y Omar- que fueron ancla, puerto. Que nos recibieron y nos despidieron (literal - porque nos buscaron y llevaron al aeropuerto, nos acompañaron en momentos inciertos y estuvieron allí para apoyarnos) que nos dieron conexión (también literal, porque nos ayudaron a conectarnos a internet). Y Charito y Pancho, que han sido nuestros hermanos más allá de este viaje puntual durante seis años de ausencia, resolviendo conflictos y situaciones muy complicadas: el mejor ejemplo del amor del cual es capaz esa familia escogida a la que llamamos amigos.

Fueron días de, en pocas horas, tratar de contar una vida. Cómo ha sido el viaje. Qué he aprendido, qué he extrañado. Y en ese contar - y escuchar- sentirnos abrazados, en comunión. Tras la puesta en común, hacer un balance: sobre los que nos fuimos y los que nos quedamos. Lo que perdimos y lo que ganamos. Lo que igual hubiéramos perdido, aún quedándonos. 

Este encuentro con nuestros afectos también permitió una reflexión generacional, porque han pasado los años, y ya muchos estamos rozando los 60. Algunos son abuelos. Todos se reinventan profesionalmente: la mayoría son  periodistas que se enfrentan al cambio de paradigma en el ecosistema digital y fue interesante ver qué camino ha tomado cada uno, además de ver cuáles les permite tomar Venezuela y qué hemos podido hacer en México.

Hubo una noche en la que vino toda la banda de la universidad (en realidad no toda). Llegaron a mi casa sin muebles, a hacer arepas -y trajeron todo, porque es una casa sin nada- a llenar de cerveza la nevera, escuchando música a volúmenes inapropiados, a sentarnos en el piso -porque no hay recibo, ni sillas- y fue como un regreso en el tiempo a cuando éramos estudiantes y nos reuníamos en casas sin muebles, sentados en el piso, jóvenes e inmaduros, con la vida toda por delante, hablando tonterías, soñando y arreglando el país. Como si el tiempo no hubiera pasado. Me di cuenta que nuestras naturalezas seguían intactas: la mayoría sigue siendo fiel a quien era en aquellos años tempranos.

Esta suerte de remenbraza vívida (como si fuera una obra de teatro que recrea un tiempo pasado), me hizo pensar acerca de las esperanzas y expectativas sobre la vida que tuvimos hace 40 años, en aquella "otra Venezuela" de los años 80, y las que tuvieron efectivamente lugar - en esta suerte de no país -, tras vivir esta maldición histórica que nos tocó en la suerte (o en la mala suerte) y que a unos nos expulsó, a la mayoría nos sacó de rutas profesionales, a otros nos volvió naúfragos-migrantes, pero que todos transformamos en un gran ejercicio de resiliencia, para tomar rumbos increíblemente creativos e interesantes.

Podemos pensar que al migrar, perdimos estos encuentros, lo que de alguna manera, es cierto. Pero no es totalmente una pérdida porque nuestros amigos y amigas siguen en Venezuela y que hayan ocurrido estos reencuentros luego de tanto tiempo sin vernos, con la misma conexión, comprueba que no los hemos perdido.

Con el encuentro familiar, vivimos la angustia de ver el deterioro del país y sus consecuencias en personas que amamos, y constatar que la "realidad-burbuja-economía-boyante" es ilusoria, apenas la realidad de unos pocos, mientras la enorme mayoría -sobre todo en pueblos del interior del país- vive-sobrevive, inventando soluciones creativas a la vez que rebuscadas a problemas también rebuscados e increíbles.

En lo personal, creo que el sentimiento de pérdida más vívido, fue habitar el pasillo en la casa de La Espiga en la que pasé todas las navidades de mi infancia, y las navidades de la infancia de mis hijos, y estar en ese espacio ahora sin niños ni familia, solo con mis tíos ancianos. Es una nostalgia por lo que fue y ya nunca será. Pero ver a mis tíos tan unidos, amándose uno al otro, compañeros, me dio la certeza de que el amor es la inversión más rentable. Como fue también ver a mi prima Fabiola tan solidaria y presente en sus vidas.

Una cosa linda de Caracas -que había olvidado- es que sigue siendo un pueblo (frente a monstruos de ciudades como Ciudad de México) por lo que encontrarse con amigos en la calles es casual y cotidiano: es una alegría inesperada, que te recuerda que la vida te sonríe y que siempre estamos en conexión.

Algo que ahora me pregunto es si puedo construir amistades como las que dejamos en Venezuela, en otro país y a otras edades. Y además, si podemos hacerlo en esta época. Posiblemente sea difícil replicar las amistades que hicimos a nuestros 20, al tiempo que el ritmo de vida digital y acelerado de ahora, unido a la exigencia de producir y trabajar más horas, resta espacio, tiempo y disposición. Pero la amistad es de las cosas importantes que tenemos en la vida y de las que más felicidad entrega. Este viaje a Venezuela lo confirmó.




domingo, 26 de marzo de 2023

El rescate del naufragio

Hace cuatro días que llegamos a México, tras pasar 15 días en Venezuela, luego de tres años -en mi caso- sin volver. Miguel tenía seis años sin regresar.

Fue un viaje intenso, hermoso y difícil, complejo de resumir. En este texto (que intuyo tendrá varias partes) intento registrar sentimientos, imágenes, recuerdos y pensamientos, porque temo que queden sepultados tras la vorágime de mi día a día. Porque necesito ponerlos en papel y entenderlos. Porque fue un viaje trascendente. Porque creo que escribir, me va a permitir recuperar mi voz, esa que perdí con la migración y que evidencia este blog con su último post: octubre del 2020.

En principio, me parece mentira que 15 días parezcan dos meses, y a la vez, se sienta como un suspiro. Que en pocos días me sentara a revisar toda mi vida, leyendo mi historia - literal - porque uno de los propósitos del viaje fue decidir qué hacer con las "cosas personales" de mi departamento, para dejarlo listo para la venta. Así que, sentada en el piso de la sala vacía de mi casa, revisé los poemas que escribí a los 12 años, los dibujos que hice a los 17, las cartas de amor que recibí, artículos reporteados en distintas etapas de mi vida periodística para El Nacional, Tal Cual, El Universal. Fotos en pautas (subiendo un cerro de Petare con Salvador Garmendia para una investigación sobre colombianos indocumentados; en la selva, junto a los yekuana, para una reflexión sobre el encuentro con el viejo mundo y en los días de las exhumaciones en La Peste, acompañando a madres buscando a sus hijos asesinados en el Caracazo). Mis ideas como maestra del colegio Kennedy de Fe y Alegría, en el Barrio Bolívar de Petare, cartas que me enviaron los niños, informes que hice en Cofavic, registro de violaciones a los derechos humanos, entrevistas a líderes y referentes del país en los 80 y 90. Cartas a mi hermana que fueron a Italia y sus respuestas -con un mes de espera entre carta y carta- con sus sellos postales de correo ordinario. Diarios. Esperanzas y tristezas. Cursos de periodismo y sus diplomas. Toda una vida en las fotos de mis hijos desde que eran bebés hasta adultos, con sus registros de las idas al pediatra, su crecimiento mes a mes, sus progresos, sus cuadernos escolares. Informes médicos y mi doble operación de columna. Viajes a Europa en una época en la que era normal viajar una vez al año.

Tanto, que no cabe en una o varias maletas. 

Quemé mis premios de periodismo, porque ¿Cómo dejar que sean pisoteados en la basura? Allí quedó el Antonio Arraiz a la mejor reportera de El Nacional en el 91, pues, ¿Qué importa, 30 años después, un premio como ese, de un periódico que ya no existe? ¿Para qué me sirve en mi realidad de migrante, en otro país, y en la que me he transformado al hacer mensajes compactos -y potentes- para redes sociales, guiones para podcast sobre tecnología o notas sobre el negocio de la televisión en lugar de los kilométricos reportajes de investigación sobre la pobreza de Venezuela?

Es tan relativo aquello que es o no importante. ¿Qué rescatar del naufragio?

Así le dije al guardia mexicano que, al abrir mis maletas, me preguntó si era una mudanza. Le dije: no, es un naufragio: estas cinco maletas es lo que pude rescatar.

Al mismo tiempo, pienso en aquello que acumulamos toda la vida. En el valor emocional que colocamos en algunos objetos. En lo relativo que es el valor material de las cosas. Mi departamento, por ejemplo, que hoy se ofrece a la mitad de su valor, debido a la situación del mercado inmobiliario en Venezuela. Me recuerdo soñando con comprarlo, cuando vivía en los 100 metros cuadrados del piso cuatro, porque ambicionaba los 140 metros cuadrados del piso dos, su distribución, su vista al parque. Hoy tengo otras ambiciones. Mi casa en México está en una comunidad popular. Muy diferente a la urbanización de clase media en la que viví durante más de veinte años. Sin embargo, mi casa mexicana de hoy es mi hogar, y la siento acogedora, suficiente.

Y hoy aún más, porque suena -a sus medias horas y con campanadas cuando es la hora en punto- la música del reloj de péndulo que nos trajimos de Venezuela hace pocos días.

Quizás son las cosas que importan.

Una reflexión que me quedó al desplegar todo lo que escribí cuando era reportera fue mi coherencia. Lo digo sin pudor ni falsa modestia, porque ciertamente me causó orgullo - y me sorprendió- el descubrir que llevo casi 40 años escribiendo sobre equidad de género, desigualdad, discapacidades, justicia, derechos humanos, sostenibilidad, el valor de la democracia, diversidad. Buscando historias de personas para contar sus puntos de vista, siempre personas en situación vulnerable, registradas con respeto, sin hacer "porno miseria", buscando conectar con el lector para traducirle aquella otra realidad, que parece tan lejana.

Historias además, bien escritas.

Encontré mi serie sobre colombianos indocumentados en Venezuela: nunca pensé entonces, que yo sería alguna vez indocumentada en otro país, como lo fui en México durante mi primer año.

Me gustó descubrir que hoy sigo escribiendo sobre equidad de género y sostenibilidad, derechos humanos, democracia o justicia, solo que con otras herramientas y recursos.

Quizás es al final lo que importa. Es lo que no perdí, pero que parece, olvidé. Y que rememorarlo, fue de las cosas buenas que me traje de este viaje a Venezuela. Aunque fueron muchos los reportajes y notas periodísticas que dejé, lo que importa, es lo que traigo en la memoria. Un valor intangible, del que no es relevante si entra o no en la maleta.

PD: Las cinco maletas que nos trajimos, con sus objetos cuidadosamente embalados y protegidos, fueron desarmadas por la Guardia Nacional al salir de Venezuela. Pasaron una hora y media con nosotros y abrieron todas las maletas. Nos dijeron que buscaban drogas. Ciertamente, las maletas se debían ver extrañas al pasar del rayos X, pero quizás tras abrir dos o tres, pudieron dejar la revisión. No justifico que los guardias leyeran mis cartas, husmearan en mis fotos e hicieran preguntas sobre mi vida, registraran cada disco de Miguel, requisaran mis diarios. Fue una intromisión innecesaria. Sentí el peso de la dictadura en el ejercicio del poder por la satisfacción de ejercer el poder. El motivo por el que decidimos irnos. Al llegar a México, los funcionarios de la aduana también abrieron nuestras maletas, pero lo hicieron con actitud profesional y respeto. No hicieron chistes sobre los objetos que llevábamos. Nos explicaron que teníamos que pagar impuestos y nos informaron sobre leyes que no conocíamos. Pagamos los impuestos y seguimos. Me confirmó que México es el país en el prefiero vivir.




domingo, 18 de octubre de 2020

Hablar con Venezuela

Este lunes 19, a las 12 del mediodía (hora de Venezuela/ 11am de México), estaré en el programa La voz de la diáspora, hablando con Tomás Páez sobre este blog, Familia de migrante. En la sección "Fragmentos de Vida" estará el Prof. Pedro Magdalena por RCR, (se puede ver en el siguiente link  )

Pero lo más importante: se escuchará por la 750 AM la radio en Venezuela. Mi voz y lo que diga, se escuchará en mi país. Y eso me causa una enorme emoción.

Sin embargo, aunque me emociona, me causa algo de conflicto. Y es que esta invitación llega justo cuando tengo más de un mes sin escribir. Aunque trato de ser constante en narrar mi experiencia como migrante, hay momentos en que me agobia el silencio. Me ha pasado algunas veces, y me lo tomo con calma. Espero que pase. Pero esta vez, me obligo a la reflexión, pues mañana tendré que romper esta pausa.

Es un bloqueo en el que no me puedo comunicar: mi última publicación ocurrió el día de mi tercer aniversario en México, el 21 de agosto, hace más de un mes. Allí hice un balance: lo que perdí, lo que gané. Desde entonces no he podido escribir más.

He tratado de encontrar las razones de ese silencio. La principal es una sombra de depresión que, aunque no es muy profunda, es constante, Ahora creo que la he tenido desde hace tiempo, probablemente desde mi salida del país, pero que por estos meses de pandemia se ha profundizado. También tiene que ver con el encierro, la falta de vacaciones -sobre todo la falta de playa- la rutina que incluye los protocolos de aseo y cuidado, junto a la necesidad de salir y resolver problemas, el temor a enfermarnos y a morir, la angustia por un futuro cada vez más incierto, y un panorama económico bastante sombrío.

Ocurre que en mi naturaleza está ser muy positiva. Y hoy entiendo que he convivido con la tristeza de la pérdida de mi país desde que me fui, pero que la emoción por conocer México, todo lo que bueno que me ha traído, el empuje y la energía a la que obliga la lucha de vivir fuera de la caja, me ha hecho arropar esa tristeza en un cajón que no suelo abrir. 

Ahora, tras muchos meses de pandemia, esa tristeza se ha hecho más presente. Y por ello, el silencio.

Además, he tenido poco tiempo, porque he pasado días de mucho trabajo aprendiendo y reinventándome. Estoy en proceso de construcción y la verdad no se mucho hacia dónde voy. Pero estoy aprendiendo mucho y tratando de leer las señales que me brinda la vida. Ha implicado más tiempo, menos ocio, y mucho agotamiento.

Probablemente el agotamiento y la depresión vayan de la mano. Pero es curioso, porque también me siento empujada por un entusiasmo que no es congruente con lo anterior. Algo que me impulsa a emprender nuevos proyectos e ideas. De hecho, demasiados y me siento en un momento de mucha creatividad.

Entonces, es tristeza, angustia por el futuro y agotamiento unido a un impulso que identifico como esa energía que solo trae la necesidad de sobrevivir. Esa misma adrenalina. Una fuerza interna que me hace trabajar muchas horas, que me impulsa a hacer listas de tareas, que me obliga a sobreponerme, a darle vuelta a la tortilla y a pensar que el 2021 será increíble y a buscar soluciones a todo lo que parece dificil.

Me alegro que esta entrevista me haya hecho romper el silencio. Gracias a ella, me he obligado a mirarme un poco más profundamente. Mañana nos vemos.

domingo, 23 de agosto de 2020

Cumpleaños y balance

 Este 21 de agosto cumplimos tres años en México. Para celebrarlo, quise hacer un balance: lo que gané y lo que perdí. Empezaré por aquello que gané:

- Calidad de vida. Al principio me parecía alucinante poder caminar de noche sin miedo. Ir al cine. Caminar la ciudad. Sacar el celular en el metro al principio me pareció un sacrilegio, luego una liberación. Ir al supermercado y encontrar que había lo que quisiera comprar, una gran tranquilidad. Ahora es parte de mi vida, de mi cotidianidad. Me encanta que sea normal lo que debe ser normal. 

- Crecimiento. El no preocuparme por sobrevivir, liberó mi mente. Estudiar, leer, investigar, pensar. Siento que he crecido profesionalmente, que me he transformado. El no tener que disponer de tiempo para buscar cómo resolver problemas absurdos, como encontrar la batería de un carro, hacer filas enormes para obtener efectivo o encontrar gasolina. La tranquilidad de no tener que pensar en esos problemas, me dejó tiempo para aprender. 

- Mis amigas de WICT. Ellas, mis amigas mexicanas, han sido solidarias, empáticas, me han invitado a ser parte con generosidad, me han abierto sus corazones, dado consejos y me han regalado cosas fundamentales, encuentros que me enseñaron otra manera de entender la vida. Con ellas me siento una más. Me han hecho sentir que valoran aquello diferente que puedo aportar. Y me han dado razones tangibles para querer más a México.

- Caminar la ciudad. En Caracas, si no tienes coche no eres nadie y moverse en la ciudad es casi imposible sin un vehículo. En Ciudad de México puedes ir a dónde gustes a pie. Puedes usar bicicleta, metro, metrobús, autobús, tranvía. Y puedes caminar mucho. La ciudad es amable para ser caminada. Me encanta que caminar sea la forma de trasladarme en lugar de depender de un auto.

- La comida mexicana. Puede que parezca un cliché, pero la comida mexicana si ha sido todo un descubrimiento. Gradual, como si de una conquista amorosa se tratara. Al principio no la entendía (todos los chiles me sabían al mismo picante imposible de tragar). Ahora puedo encontrar sutilezas y hay platillos que he integrado a mis hábitos. Si algún día me voy, se que extrañaré muchísimo esta comida que he aprendido a amar.

- Familia. Vinimos a México en familia. Mis padres viven con nosotros casi desde que llegamos. Viajamos en el mismo avión seis personas y tres perros -Miguel, nuestras mascotas, Whisky y Soda; mi hermana Sonia, su esposo Gory y sus dos hijos, Daniel y Andrés, además de su perrita Kira- y enseguida se mudaron a Querétaro. Allí vamos de paseo cuando queremos salir de la ciudad. Aquí encontramos a Marta, nuestra prima de España y a Ciro, su esposo, con sus hijas, María y Julia, con quienes hemos construido una hermosa relación de encuentros regulares y comidas deliciosa, Luego nuestros hijos vinieron por partes, primero Mariana y luego Pedro y Andrea, Hemos acompañado su crecimiento e independencia. También hemos construido nuestra familia escogida: Maye, Javier y Sofía. México ha sido un lugar para crecer en el amor y aprender nuevas formas de ser familia.

- Tranquilidad. Cualquier venezolano con hijos jóvenes entenderá lo que significa no preocuparse si sus hijos están en una fiesta y no trasnocharse, pensando en todo lo que puede sucederles. En México pude dormir tranquila cada vez que ellos salían de rumba -y aunque ahora estamos en pandemia, si hubo muchas salidas nocturnas antes del confinamiento- Ahora ambos viven en sus casas y me encanta ver cómo se están convirtiendo en adultos  

Lo que perdí:

- Un país. Nunca me quise ir de Venezuela. Nunca imaginé dejar el lugar en el que nací, donde me volví adulta, en el que me enamoré y en el que nacieron mis hijos. Venezuela es un dolor permanente.  siempre me he sentido responsable de su destino y no puedo ser indiferente a nada que la afecte. 

- Mi trayectoria profesional. Aunque sigo siendo quien soy, he perdido lo que construí en Venezuela: relaciones laborales, credibilidad, la certeza de tocar puertas y saber que encontraría respuestas. 

- Mis vecinos. Los encuentro en el chat del edificio, pero ya no los encuentro en el pasillo. Mis vecinos, luego de vivir 20 años en nuestro departamento, eran casi mi familia. Los quiero y extraño.

- Mis amigos. Tengo amigos que son mis amigos desde hace mucho, que aunque no he perdido, no puedo verlos ni encontrarme con ellos. Me hacen falta, junto a una taza de café y un encuentro.

- Mi casa. Aunque no la he perdido, no la tengo. Mi casa está llena de objetos que tienen mucho significado para mi, que son parte de mi historia. A veces, la imagino cerrada, y me duele.

- Lugares. He encontrado playas hermosas en México, he conocido sitios increíbles. Pero los lugares que han sido parte de mi crecimiento y de mi historia, como las playas de Puerto La Cruz, El Ávila, la Gran Sabana, Mérida, sitios de Caracas, son sitios que añoro. 

Es más lo que gané que lo que perdí. Mucho de lo que perdí lo puedo recuperar. Y gané ser más feliz. Así que gané mucho. ¡Viva México!


lunes, 17 de agosto de 2020

El pan que alimenta hambres espirituales

Hace unos cinco años comencé a hacer pan con masa madre.

Entonces vivía en Venezuela, y mi decisión no tuvo nada que ver con la moda fermentista que acompaña a buena parte de mi comunidad en las redes. En ese entonces no había pan en Caracas. Eran enormes las filas para comprar pan en cantidades reguladas y escasísimas las oportunidades de conseguirlo. Comer una rebanada de pan con mantequilla era un deseo añorado y compartido por muchos. Un anhelo básico, pero fundamental. Curiosamente, el símbolo universal cuando se piensa en el hambre de la humanidad, es el ofrecer pan. Quizás mi idea de hacer pan pretendía calmar un hambre, no necesariamente física, sino espiritual: alcanzar aquello que nos niegan, obtener aquello a lo que no nos dan acceso. 

Entonces, puedo decir que empecé a hacer pan con masa madre por necesidad. Tenía harina guardada de algún viaje que amenazaba con dañarse, pero no levadura. Mi hermana había experimentado con masa madre y me compartió un poco. Es así como, con ensayo y error, siguiendo tutoriales de YouTube, aprendí a hacer pan y llegué casi por azar a esta pasión que ya forma parte de mis hábitos y rutinas. Una vez a la semana, y ahora por placer y ya no por necesidad, hago pan de masa madre.

Con el tiempo, las masas madres se van volviendo ricas, explosivas. Su comunidad de levaduras es cada vez más potente. Me dolió dejar a mi masa madre en Caracas y empezar de nuevo en México. Aunque la verdad es que dejé cosas que me dolieron más, siendo realistas. Fue una pequeña pérdida, y para retomarla, habría que empezar de cero. Como tantas cosas para los migrantes.

Pasado el tiempo, mi masa madre mexicana es maravillosa. 

Produce unos panes que logran crecer mucho y que tienen muy buena miga. Me han acompañado en tres mudanzas y las he dejado al cuidado de otros durante salidas de vacaciones, siempre con el temor de encontrarlas muertas al volver. Pero son muy fuertes. 

He aprendido mucho con el pan: comenzando con el proceso, en el que el primer ingrediente es mucha paciencia. En una época en la que todo se quiere rápido, me parece placentero producir algo que no se puede apurar. Que se inicia por la mañana y termina por la noche. Que para leudar hay que dejar al menos cinco horas. Que crece lento, y que requiere tiempo. No se puede apurar.

La parte del amasado es también terapéutica: Son golpes y golpes contra la masa que liberan energía retenida, y sacan viejos rencores, rabias ancestrales. Hemos visto en programas de la tele a personajes que representan a terapistas con almohadones que enseñan a golpear para liberar tensiones. Eso hago yo al amasar el pan. Descargo. Es de mi mejores momentos de la semana.

La otra es la satisfacción de compartirlo. Ver a otro disfrutar de su sabor. Literalmente dar pan al que tiene hambre, como quien dice. Porque cocinar para otros, es dar amor. Así me enseñó mi yaya, cuando nos hacía de comer.

Entonces, ahora ando en la moda fermentista. No solo hago pan con masa madre: hago kombucha, cerveza de jengibre, chucrut... y por allí sigo investigando. Pero la semilla fue el pan de masa madre. Una herencia que me traje de Venezuela, y que evolucionó hacia otros fines, mejorando su sabor y consistencia.



domingo, 9 de agosto de 2020

Futuro: un hoy con mañana

Estuve hablando con mi hija Mariana sobre el futuro.

El futuro aquí es posible. Quizás esa es una de las diferencias más importantes con Venezuela.

Tanto Pedro como Mariana al poco de llegar a México pudieron ser independientes. Ambos trabajan, rentan sus casas y pagan sus servicios, hacen mercado. Se sostienen por sí mismos. Algo impensable si siguieran en Caracas.

Pueden además pensar en futuro: hay múltiples opciones de crecimiento y desarrollo, formas de ampliar sus horizontes, posibilidades.

Es justo lo que perdimos en nuestro país. Hace menos de 30 años era posible conjurar nuestros deseos en ese verbo. Estudiando en la universidad, incluso antes de ejercer profesionalmente como periodista, pude mudarme a mi propio espacio y ser independiente. Y el futuro existía.

Más allá del tema práctico: que aquello que te pagan por trabajar alcance para rentar un espacio, comprar comida, vivir, e incluso, que exista la posibilidad de soñar con comprar una vivienda, el tema del futuro tiene que ver con crecer. Y para crecer, el país debe ser un territorio incluyente, en el que todos tengamos cabida, y en el que al imaginarnos siendo parte, pensemos en la posibilidad de construir, contribuir, aportar. Si no somos parte, sino aportamos, no sumamos al futuro y no nos pertenece. 

Creo que uno de los motivos que me hizo migrar fue pensarme sin futuro. Y ese sentimiento de no-futuro, (que anula la esperanza, las ganas de vivir, el impulso vital para seguir adelante) había sido sustituido por la básica necesidad de sobrevivir. Era la fuerza que me hacía despertarme por las mañanas: averiguar donde comprar comida, dónde conseguir gasolina, cómo resolver el problema del efectivo, dónde encontrar una batería. Tras resolver estos asuntos prácticos, cuando llegaba la noche, quedaba el vacío. Un espacio oscuro de desolación.  

Aún en medio de la incertidumbre que es mi vida de migrante, en la que mi futuro es tan frágil que puede desbaratarse en un tris, me da energía saber que al llegar la noche puedo pensar que al despertar, puedo pensar que haré un curso de inglés, en redactar una historia, en construir relaciones que pueden concretarse en proyectos. Y si en algún momento superamos la pandemia, podemos pensar en recuperar el espacio público, ir al parque, a la playa, compartir con amigos. 

El futuro, es un hoy con mañana.


domingo, 2 de agosto de 2020

Chile relleno de flores de Jaimaica sobre caraotas negras

Si hay algo sabroso en migrar, son los nuevos sabores.

No se asimila rápido. Luego de tres años es que al fin puedo diferenciar entre chiles. Tengo certeza de que me gusta más el pasilla y el chipotle, seguido del chile de árbol. El serrano (que ya conocía desde Venezuela) es el que menos. Y no solo puedo, sino me encanta, comer acompañando a la comida con picante. Sin embargo reconozco que este conocimiento que hoy ostento con orgullo es apenas la punta del Iceberg en una cultura muy densa y compleja. La realidad es que no se nada.

A pesar de esta escasa sabiduría, hoy preparamos como comida dominguera chile poblano relleno de flores de Jamaica sobre una cama de frijoles negros. La receta eran con frijoles bayos, pero nosotros le agregamos el toque venezolano. Y no puedo describir la complejidad del sabor: el leve picante del chile, con el ácido/dulce de la flor de Jamaica y el complemento de la pasta de caraotas negras trituradas sobre las que se sentaba. Un verdadero viaje de sensaciones.

Recién llegada a México me invitaron a comer tacos al pastor. Pude apreciar la sorpresa de combinar la piña con el cochino y el picante, sin embargo, en adelante los tacos no me entusiasmaron gran cosa y la comida en general con excepción de los chilaquiles que me conquistaron desde un inicio y los tamales, a los que me volví adicta hasta que mi nutricionista me los prohibió, me parecía bastante repetida. Ahora entiendo que era parte de la miopía en la que me tenía sumida mi ignorancia. 

Creo que se requiere de cierta apertura de corazón, para de verdad apreciar la comida de otra cultura cuando migramos. Dejar de lado la nostalgia por aquello que dejamos atrás. No pensar más en arepas, cachapas, dejar de comparar los quesos blandos o de añorar el casabe, que ese sí es verdad que no encuentro. O la falta de empanadas, sobre todo las orientales con el toque dulce y picante, golfeados o tequeños. O la morcilla carupanera, que no he vuelto a probar desde hace ya mucho tiempo.

La verdad, es que la cocina venezolana es cada vez más una opción a la mano: a cuadra y media de mi casa, en distintas esquinas, hay dos restaurantes venezolanos. Y en el mercado Juárez, donde hago mis compras, hay una bandera de mi país en un puesto que ofrece desayunos y almuerzos. Tengo pendiente pasar un día de estos por unos patacones, que vi en el menú. La harina PAN la venden en Walmart. En el mercado Medellín se consigue todo lo necesario para hacer hallacas.

Recuerdo mi sorpresa con la visita de unos amigos italianos en Caracas, que solo querían comer pizza y pasta. No dieron el paso a ir a una arepera, aunque los invité con insistencia. Me impresionó la falta de aventura, de riesgo, de curiosidad. La indiferencia ante la posibilidad de descubrir nuevos sabores.

Sin embargo, cuando llegué a México, y aunque iba entusiasmada a visitar mercados y taquerías, los nuevos sabores pasaban por mí, pero no yo por ellos. Ahora entiendo que debía asimilarlos, hacerlos míos. Dejar de verlos como una turista para que formen parte de mi nueva cultura.

Es por eso que en estos días de cuarentena hicimos un sancocho venezolano, al que le agregamos maíz pozolero, y obvio, un toque de picante. Y no puedo describir lo que es eso de increíble. Ya asimilamos en nuestra dieta - y no podemos comer sin tenerlo en la mesa- la salsa de cacahuate con chile de árbol, así como la salsa verde o roja, que hacemos en casa.

Esta fusión de comida, en la que mezclamos los sabores que traemos de Venezuela con los de México, es expresión de la integración que ocurre al interior, cuando ya dejamos de ser un poquito de allá para serlo más de acá.

Aún tengo camino por recorrer: me falta entender cómo se usa el epazote, no termina de encantarme el huitlacoche, aún no me gusta que la tuna al cocinar suelte esa agua densa y espesa, las flores de calabaza son todavía una rareza en mi cocina (las he preparado una que otra vez, pero como una excentricidad), el mezcal y el tequila no son mi bebida natural. Y en el tema de los chiles, ahora es que falta...

Sin embargo, ya me siento preparada para que los sabores de México sean parte de mi.