lunes, 17 de agosto de 2020

El pan que alimenta hambres espirituales

Hace unos cinco años comencé a hacer pan con masa madre.

Entonces vivía en Venezuela, y mi decisión no tuvo nada que ver con la moda fermentista que acompaña a buena parte de mi comunidad en las redes. En ese entonces no había pan en Caracas. Eran enormes las filas para comprar pan en cantidades reguladas y escasísimas las oportunidades de conseguirlo. Comer una rebanada de pan con mantequilla era un deseo añorado y compartido por muchos. Un anhelo básico, pero fundamental. Curiosamente, el símbolo universal cuando se piensa en el hambre de la humanidad, es el ofrecer pan. Quizás mi idea de hacer pan pretendía calmar un hambre, no necesariamente física, sino espiritual: alcanzar aquello que nos niegan, obtener aquello a lo que no nos dan acceso. 

Entonces, puedo decir que empecé a hacer pan con masa madre por necesidad. Tenía harina guardada de algún viaje que amenazaba con dañarse, pero no levadura. Mi hermana había experimentado con masa madre y me compartió un poco. Es así como, con ensayo y error, siguiendo tutoriales de YouTube, aprendí a hacer pan y llegué casi por azar a esta pasión que ya forma parte de mis hábitos y rutinas. Una vez a la semana, y ahora por placer y ya no por necesidad, hago pan de masa madre.

Con el tiempo, las masas madres se van volviendo ricas, explosivas. Su comunidad de levaduras es cada vez más potente. Me dolió dejar a mi masa madre en Caracas y empezar de nuevo en México. Aunque la verdad es que dejé cosas que me dolieron más, siendo realistas. Fue una pequeña pérdida, y para retomarla, habría que empezar de cero. Como tantas cosas para los migrantes.

Pasado el tiempo, mi masa madre mexicana es maravillosa. 

Produce unos panes que logran crecer mucho y que tienen muy buena miga. Me han acompañado en tres mudanzas y las he dejado al cuidado de otros durante salidas de vacaciones, siempre con el temor de encontrarlas muertas al volver. Pero son muy fuertes. 

He aprendido mucho con el pan: comenzando con el proceso, en el que el primer ingrediente es mucha paciencia. En una época en la que todo se quiere rápido, me parece placentero producir algo que no se puede apurar. Que se inicia por la mañana y termina por la noche. Que para leudar hay que dejar al menos cinco horas. Que crece lento, y que requiere tiempo. No se puede apurar.

La parte del amasado es también terapéutica: Son golpes y golpes contra la masa que liberan energía retenida, y sacan viejos rencores, rabias ancestrales. Hemos visto en programas de la tele a personajes que representan a terapistas con almohadones que enseñan a golpear para liberar tensiones. Eso hago yo al amasar el pan. Descargo. Es de mi mejores momentos de la semana.

La otra es la satisfacción de compartirlo. Ver a otro disfrutar de su sabor. Literalmente dar pan al que tiene hambre, como quien dice. Porque cocinar para otros, es dar amor. Así me enseñó mi yaya, cuando nos hacía de comer.

Entonces, ahora ando en la moda fermentista. No solo hago pan con masa madre: hago kombucha, cerveza de jengibre, chucrut... y por allí sigo investigando. Pero la semilla fue el pan de masa madre. Una herencia que me traje de Venezuela, y que evolucionó hacia otros fines, mejorando su sabor y consistencia.



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