domingo, 18 de octubre de 2020

Hablar con Venezuela

Este lunes 19, a las 12 del mediodía (hora de Venezuela/ 11am de México), estaré en el programa La voz de la diáspora, hablando con Tomás Páez sobre este blog, Familia de migrante. En la sección "Fragmentos de Vida" estará el Prof. Pedro Magdalena por RCR, (se puede ver en el siguiente link  )

Pero lo más importante: se escuchará por la 750 AM la radio en Venezuela. Mi voz y lo que diga, se escuchará en mi país. Y eso me causa una enorme emoción.

Sin embargo, aunque me emociona, me causa algo de conflicto. Y es que esta invitación llega justo cuando tengo más de un mes sin escribir. Aunque trato de ser constante en narrar mi experiencia como migrante, hay momentos en que me agobia el silencio. Me ha pasado algunas veces, y me lo tomo con calma. Espero que pase. Pero esta vez, me obligo a la reflexión, pues mañana tendré que romper esta pausa.

Es un bloqueo en el que no me puedo comunicar: mi última publicación ocurrió el día de mi tercer aniversario en México, el 21 de agosto, hace más de un mes. Allí hice un balance: lo que perdí, lo que gané. Desde entonces no he podido escribir más.

He tratado de encontrar las razones de ese silencio. La principal es una sombra de depresión que, aunque no es muy profunda, es constante, Ahora creo que la he tenido desde hace tiempo, probablemente desde mi salida del país, pero que por estos meses de pandemia se ha profundizado. También tiene que ver con el encierro, la falta de vacaciones -sobre todo la falta de playa- la rutina que incluye los protocolos de aseo y cuidado, junto a la necesidad de salir y resolver problemas, el temor a enfermarnos y a morir, la angustia por un futuro cada vez más incierto, y un panorama económico bastante sombrío.

Ocurre que en mi naturaleza está ser muy positiva. Y hoy entiendo que he convivido con la tristeza de la pérdida de mi país desde que me fui, pero que la emoción por conocer México, todo lo que bueno que me ha traído, el empuje y la energía a la que obliga la lucha de vivir fuera de la caja, me ha hecho arropar esa tristeza en un cajón que no suelo abrir. 

Ahora, tras muchos meses de pandemia, esa tristeza se ha hecho más presente. Y por ello, el silencio.

Además, he tenido poco tiempo, porque he pasado días de mucho trabajo aprendiendo y reinventándome. Estoy en proceso de construcción y la verdad no se mucho hacia dónde voy. Pero estoy aprendiendo mucho y tratando de leer las señales que me brinda la vida. Ha implicado más tiempo, menos ocio, y mucho agotamiento.

Probablemente el agotamiento y la depresión vayan de la mano. Pero es curioso, porque también me siento empujada por un entusiasmo que no es congruente con lo anterior. Algo que me impulsa a emprender nuevos proyectos e ideas. De hecho, demasiados y me siento en un momento de mucha creatividad.

Entonces, es tristeza, angustia por el futuro y agotamiento unido a un impulso que identifico como esa energía que solo trae la necesidad de sobrevivir. Esa misma adrenalina. Una fuerza interna que me hace trabajar muchas horas, que me impulsa a hacer listas de tareas, que me obliga a sobreponerme, a darle vuelta a la tortilla y a pensar que el 2021 será increíble y a buscar soluciones a todo lo que parece dificil.

Me alegro que esta entrevista me haya hecho romper el silencio. Gracias a ella, me he obligado a mirarme un poco más profundamente. Mañana nos vemos.

domingo, 23 de agosto de 2020

Cumpleaños y balance

 Este 21 de agosto cumplimos tres años en México. Para celebrarlo, quise hacer un balance: lo que gané y lo que perdí. Empezaré por aquello que gané:

- Calidad de vida. Al principio me parecía alucinante poder caminar de noche sin miedo. Ir al cine. Caminar la ciudad. Sacar el celular en el metro al principio me pareció un sacrilegio, luego una liberación. Ir al supermercado y encontrar que había lo que quisiera comprar, una gran tranquilidad. Ahora es parte de mi vida, de mi cotidianidad. Me encanta que sea normal lo que debe ser normal. 

- Crecimiento. El no preocuparme por sobrevivir, liberó mi mente. Estudiar, leer, investigar, pensar. Siento que he crecido profesionalmente, que me he transformado. El no tener que disponer de tiempo para buscar cómo resolver problemas absurdos, como encontrar la batería de un carro, hacer filas enormes para obtener efectivo o encontrar gasolina. La tranquilidad de no tener que pensar en esos problemas, me dejó tiempo para aprender. 

- Mis amigas de WICT. Ellas, mis amigas mexicanas, han sido solidarias, empáticas, me han invitado a ser parte con generosidad, me han abierto sus corazones, dado consejos y me han regalado cosas fundamentales, encuentros que me enseñaron otra manera de entender la vida. Con ellas me siento una más. Me han hecho sentir que valoran aquello diferente que puedo aportar. Y me han dado razones tangibles para querer más a México.

- Caminar la ciudad. En Caracas, si no tienes coche no eres nadie y moverse en la ciudad es casi imposible sin un vehículo. En Ciudad de México puedes ir a dónde gustes a pie. Puedes usar bicicleta, metro, metrobús, autobús, tranvía. Y puedes caminar mucho. La ciudad es amable para ser caminada. Me encanta que caminar sea la forma de trasladarme en lugar de depender de un auto.

- La comida mexicana. Puede que parezca un cliché, pero la comida mexicana si ha sido todo un descubrimiento. Gradual, como si de una conquista amorosa se tratara. Al principio no la entendía (todos los chiles me sabían al mismo picante imposible de tragar). Ahora puedo encontrar sutilezas y hay platillos que he integrado a mis hábitos. Si algún día me voy, se que extrañaré muchísimo esta comida que he aprendido a amar.

- Familia. Vinimos a México en familia. Mis padres viven con nosotros casi desde que llegamos. Viajamos en el mismo avión seis personas y tres perros -Miguel, nuestras mascotas, Whisky y Soda; mi hermana Sonia, su esposo Gory y sus dos hijos, Daniel y Andrés, además de su perrita Kira- y enseguida se mudaron a Querétaro. Allí vamos de paseo cuando queremos salir de la ciudad. Aquí encontramos a Marta, nuestra prima de España y a Ciro, su esposo, con sus hijas, María y Julia, con quienes hemos construido una hermosa relación de encuentros regulares y comidas deliciosa, Luego nuestros hijos vinieron por partes, primero Mariana y luego Pedro y Andrea, Hemos acompañado su crecimiento e independencia. También hemos construido nuestra familia escogida: Maye, Javier y Sofía. México ha sido un lugar para crecer en el amor y aprender nuevas formas de ser familia.

- Tranquilidad. Cualquier venezolano con hijos jóvenes entenderá lo que significa no preocuparse si sus hijos están en una fiesta y no trasnocharse, pensando en todo lo que puede sucederles. En México pude dormir tranquila cada vez que ellos salían de rumba -y aunque ahora estamos en pandemia, si hubo muchas salidas nocturnas antes del confinamiento- Ahora ambos viven en sus casas y me encanta ver cómo se están convirtiendo en adultos  

Lo que perdí:

- Un país. Nunca me quise ir de Venezuela. Nunca imaginé dejar el lugar en el que nací, donde me volví adulta, en el que me enamoré y en el que nacieron mis hijos. Venezuela es un dolor permanente.  siempre me he sentido responsable de su destino y no puedo ser indiferente a nada que la afecte. 

- Mi trayectoria profesional. Aunque sigo siendo quien soy, he perdido lo que construí en Venezuela: relaciones laborales, credibilidad, la certeza de tocar puertas y saber que encontraría respuestas. 

- Mis vecinos. Los encuentro en el chat del edificio, pero ya no los encuentro en el pasillo. Mis vecinos, luego de vivir 20 años en nuestro departamento, eran casi mi familia. Los quiero y extraño.

- Mis amigos. Tengo amigos que son mis amigos desde hace mucho, que aunque no he perdido, no puedo verlos ni encontrarme con ellos. Me hacen falta, junto a una taza de café y un encuentro.

- Mi casa. Aunque no la he perdido, no la tengo. Mi casa está llena de objetos que tienen mucho significado para mi, que son parte de mi historia. A veces, la imagino cerrada, y me duele.

- Lugares. He encontrado playas hermosas en México, he conocido sitios increíbles. Pero los lugares que han sido parte de mi crecimiento y de mi historia, como las playas de Puerto La Cruz, El Ávila, la Gran Sabana, Mérida, sitios de Caracas, son sitios que añoro. 

Es más lo que gané que lo que perdí. Mucho de lo que perdí lo puedo recuperar. Y gané ser más feliz. Así que gané mucho. ¡Viva México!


lunes, 17 de agosto de 2020

El pan que alimenta hambres espirituales

Hace unos cinco años comencé a hacer pan con masa madre.

Entonces vivía en Venezuela, y mi decisión no tuvo nada que ver con la moda fermentista que acompaña a buena parte de mi comunidad en las redes. En ese entonces no había pan en Caracas. Eran enormes las filas para comprar pan en cantidades reguladas y escasísimas las oportunidades de conseguirlo. Comer una rebanada de pan con mantequilla era un deseo añorado y compartido por muchos. Un anhelo básico, pero fundamental. Curiosamente, el símbolo universal cuando se piensa en el hambre de la humanidad, es el ofrecer pan. Quizás mi idea de hacer pan pretendía calmar un hambre, no necesariamente física, sino espiritual: alcanzar aquello que nos niegan, obtener aquello a lo que no nos dan acceso. 

Entonces, puedo decir que empecé a hacer pan con masa madre por necesidad. Tenía harina guardada de algún viaje que amenazaba con dañarse, pero no levadura. Mi hermana había experimentado con masa madre y me compartió un poco. Es así como, con ensayo y error, siguiendo tutoriales de YouTube, aprendí a hacer pan y llegué casi por azar a esta pasión que ya forma parte de mis hábitos y rutinas. Una vez a la semana, y ahora por placer y ya no por necesidad, hago pan de masa madre.

Con el tiempo, las masas madres se van volviendo ricas, explosivas. Su comunidad de levaduras es cada vez más potente. Me dolió dejar a mi masa madre en Caracas y empezar de nuevo en México. Aunque la verdad es que dejé cosas que me dolieron más, siendo realistas. Fue una pequeña pérdida, y para retomarla, habría que empezar de cero. Como tantas cosas para los migrantes.

Pasado el tiempo, mi masa madre mexicana es maravillosa. 

Produce unos panes que logran crecer mucho y que tienen muy buena miga. Me han acompañado en tres mudanzas y las he dejado al cuidado de otros durante salidas de vacaciones, siempre con el temor de encontrarlas muertas al volver. Pero son muy fuertes. 

He aprendido mucho con el pan: comenzando con el proceso, en el que el primer ingrediente es mucha paciencia. En una época en la que todo se quiere rápido, me parece placentero producir algo que no se puede apurar. Que se inicia por la mañana y termina por la noche. Que para leudar hay que dejar al menos cinco horas. Que crece lento, y que requiere tiempo. No se puede apurar.

La parte del amasado es también terapéutica: Son golpes y golpes contra la masa que liberan energía retenida, y sacan viejos rencores, rabias ancestrales. Hemos visto en programas de la tele a personajes que representan a terapistas con almohadones que enseñan a golpear para liberar tensiones. Eso hago yo al amasar el pan. Descargo. Es de mi mejores momentos de la semana.

La otra es la satisfacción de compartirlo. Ver a otro disfrutar de su sabor. Literalmente dar pan al que tiene hambre, como quien dice. Porque cocinar para otros, es dar amor. Así me enseñó mi yaya, cuando nos hacía de comer.

Entonces, ahora ando en la moda fermentista. No solo hago pan con masa madre: hago kombucha, cerveza de jengibre, chucrut... y por allí sigo investigando. Pero la semilla fue el pan de masa madre. Una herencia que me traje de Venezuela, y que evolucionó hacia otros fines, mejorando su sabor y consistencia.



domingo, 9 de agosto de 2020

Futuro: un hoy con mañana

Estuve hablando con mi hija Mariana sobre el futuro.

El futuro aquí es posible. Quizás esa es una de las diferencias más importantes con Venezuela.

Tanto Pedro como Mariana al poco de llegar a México pudieron ser independientes. Ambos trabajan, rentan sus casas y pagan sus servicios, hacen mercado. Se sostienen por sí mismos. Algo impensable si siguieran en Caracas.

Pueden además pensar en futuro: hay múltiples opciones de crecimiento y desarrollo, formas de ampliar sus horizontes, posibilidades.

Es justo lo que perdimos en nuestro país. Hace menos de 30 años era posible conjurar nuestros deseos en ese verbo. Estudiando en la universidad, incluso antes de ejercer profesionalmente como periodista, pude mudarme a mi propio espacio y ser independiente. Y el futuro existía.

Más allá del tema práctico: que aquello que te pagan por trabajar alcance para rentar un espacio, comprar comida, vivir, e incluso, que exista la posibilidad de soñar con comprar una vivienda, el tema del futuro tiene que ver con crecer. Y para crecer, el país debe ser un territorio incluyente, en el que todos tengamos cabida, y en el que al imaginarnos siendo parte, pensemos en la posibilidad de construir, contribuir, aportar. Si no somos parte, sino aportamos, no sumamos al futuro y no nos pertenece. 

Creo que uno de los motivos que me hizo migrar fue pensarme sin futuro. Y ese sentimiento de no-futuro, (que anula la esperanza, las ganas de vivir, el impulso vital para seguir adelante) había sido sustituido por la básica necesidad de sobrevivir. Era la fuerza que me hacía despertarme por las mañanas: averiguar donde comprar comida, dónde conseguir gasolina, cómo resolver el problema del efectivo, dónde encontrar una batería. Tras resolver estos asuntos prácticos, cuando llegaba la noche, quedaba el vacío. Un espacio oscuro de desolación.  

Aún en medio de la incertidumbre que es mi vida de migrante, en la que mi futuro es tan frágil que puede desbaratarse en un tris, me da energía saber que al llegar la noche puedo pensar que al despertar, puedo pensar que haré un curso de inglés, en redactar una historia, en construir relaciones que pueden concretarse en proyectos. Y si en algún momento superamos la pandemia, podemos pensar en recuperar el espacio público, ir al parque, a la playa, compartir con amigos. 

El futuro, es un hoy con mañana.


domingo, 2 de agosto de 2020

Chile relleno de flores de Jaimaica sobre caraotas negras

Si hay algo sabroso en migrar, son los nuevos sabores.

No se asimila rápido. Luego de tres años es que al fin puedo diferenciar entre chiles. Tengo certeza de que me gusta más el pasilla y el chipotle, seguido del chile de árbol. El serrano (que ya conocía desde Venezuela) es el que menos. Y no solo puedo, sino me encanta, comer acompañando a la comida con picante. Sin embargo reconozco que este conocimiento que hoy ostento con orgullo es apenas la punta del Iceberg en una cultura muy densa y compleja. La realidad es que no se nada.

A pesar de esta escasa sabiduría, hoy preparamos como comida dominguera chile poblano relleno de flores de Jamaica sobre una cama de frijoles negros. La receta eran con frijoles bayos, pero nosotros le agregamos el toque venezolano. Y no puedo describir la complejidad del sabor: el leve picante del chile, con el ácido/dulce de la flor de Jamaica y el complemento de la pasta de caraotas negras trituradas sobre las que se sentaba. Un verdadero viaje de sensaciones.

Recién llegada a México me invitaron a comer tacos al pastor. Pude apreciar la sorpresa de combinar la piña con el cochino y el picante, sin embargo, en adelante los tacos no me entusiasmaron gran cosa y la comida en general con excepción de los chilaquiles que me conquistaron desde un inicio y los tamales, a los que me volví adicta hasta que mi nutricionista me los prohibió, me parecía bastante repetida. Ahora entiendo que era parte de la miopía en la que me tenía sumida mi ignorancia. 

Creo que se requiere de cierta apertura de corazón, para de verdad apreciar la comida de otra cultura cuando migramos. Dejar de lado la nostalgia por aquello que dejamos atrás. No pensar más en arepas, cachapas, dejar de comparar los quesos blandos o de añorar el casabe, que ese sí es verdad que no encuentro. O la falta de empanadas, sobre todo las orientales con el toque dulce y picante, golfeados o tequeños. O la morcilla carupanera, que no he vuelto a probar desde hace ya mucho tiempo.

La verdad, es que la cocina venezolana es cada vez más una opción a la mano: a cuadra y media de mi casa, en distintas esquinas, hay dos restaurantes venezolanos. Y en el mercado Juárez, donde hago mis compras, hay una bandera de mi país en un puesto que ofrece desayunos y almuerzos. Tengo pendiente pasar un día de estos por unos patacones, que vi en el menú. La harina PAN la venden en Walmart. En el mercado Medellín se consigue todo lo necesario para hacer hallacas.

Recuerdo mi sorpresa con la visita de unos amigos italianos en Caracas, que solo querían comer pizza y pasta. No dieron el paso a ir a una arepera, aunque los invité con insistencia. Me impresionó la falta de aventura, de riesgo, de curiosidad. La indiferencia ante la posibilidad de descubrir nuevos sabores.

Sin embargo, cuando llegué a México, y aunque iba entusiasmada a visitar mercados y taquerías, los nuevos sabores pasaban por mí, pero no yo por ellos. Ahora entiendo que debía asimilarlos, hacerlos míos. Dejar de verlos como una turista para que formen parte de mi nueva cultura.

Es por eso que en estos días de cuarentena hicimos un sancocho venezolano, al que le agregamos maíz pozolero, y obvio, un toque de picante. Y no puedo describir lo que es eso de increíble. Ya asimilamos en nuestra dieta - y no podemos comer sin tenerlo en la mesa- la salsa de cacahuate con chile de árbol, así como la salsa verde o roja, que hacemos en casa.

Esta fusión de comida, en la que mezclamos los sabores que traemos de Venezuela con los de México, es expresión de la integración que ocurre al interior, cuando ya dejamos de ser un poquito de allá para serlo más de acá.

Aún tengo camino por recorrer: me falta entender cómo se usa el epazote, no termina de encantarme el huitlacoche, aún no me gusta que la tuna al cocinar suelte esa agua densa y espesa, las flores de calabaza son todavía una rareza en mi cocina (las he preparado una que otra vez, pero como una excentricidad), el mezcal y el tequila no son mi bebida natural. Y en el tema de los chiles, ahora es que falta...

Sin embargo, ya me siento preparada para que los sabores de México sean parte de mi. 







domingo, 26 de julio de 2020

Permiso de trabajo

Soy la orgullosa portadora de una credencial que me otorga el título de residente temporal con permiso de trabajo en México. Para muchos puede que suene trivial. Para mi, es el resumen de tres años de lucha.

Hace casi treinta años, cuando era reportera en El Nacional en Caracas, llevé a cabo una investigación sobre migrantes colombianos indocumentados. Fue una serie que asumí con pasión y que me llevó a caminar en dos o tres barrios de Petare en búsqueda de historias. El resultado fue un seriado que se publicó en varios días y que incluyó diversas historias: desde niños nacidos en Venezuela que solo podían estudiar hasta el 6to grado por no tener cédula de identidad, familias separadas por la deportación del padre o la madre, la corrupción en la entrega de documentos, la existencia de un barrio en el corazón de Petare en el que la cumbia y el vallenato, así como las banderas en las ventanas, indicaba que se pisaba otro país. Me conecté con la realidad de aquellas personas: su sufrimiento, su añoranza por un país que dejaron atrás y las dificultades que agregaba su situación irregular.

El seriado tuvo impacto, aunque en la distancia ese impacto pierda relevancia: Alejandro Izaguirre quien entonces era ministro del Interior, me citó a su despacho y me interrogó concienzudamente. Quería entender el problema de los niños que no podían seguir sus estudios, aunque hubieran nacido en el país. Posteriormente el entonces presidente Carlos Andrés Pérez firmó un decreto que ordenaba registrar y otorgar partida de nacimiento a los niños nacidos en Venezuela, sin importar que sus padres fuesen indocumentados. También me llamó César Miguel Rondón (no saben la emoción al recibir esa llamada) para hablarme de una serie o unitario que realizarían para la televisión, a partir de las historias que escribí en ese seriado. Me pagó por mis derechos (y yo sentí que aquel señor era todo un señor), aunque no recuerdo si finalmente se hizo el programa. Un premio inmenso fue acompañar a Salvador Garmendia, quien lo escribiría, a caminar aquel barrio petareño de corazón colombiano, para contactarlo con las personas que yo había entrevistado. De ese momento guardo una foto (que lamentablemente no puedo reproducir en este blog porque está en mi casa de Caracas). Por cierto en Internet no hay huella, ni de los reportajes ni del unitario. 

La reflexión la traigo hoy, cuando finalmente tengo un documento que me permite trabajar en México. Viví un año indocumentada por una serie de complicaciones burocráticas y con el susto de tener que dejar el país y a mi familia de improviso. Sin poder tener una cuenta de banco, un seguro médico, un carnet de conducir y sin poder viajar. Con miedo en todas las entrevistas a las que acudí. Luego obtuve mi permiso de residencia temporal con el estatus de ser dependiente de mi esposo por reunificación familiar. Hoy, con este cambio, siento que tengo identidad y autonomía. Me siento una persona con derechos.

Cuando entrevisté a aquellos colombianos indocumentados en mi país, me puse en sus zapatos y traté de entender realmente cómo se sentían. Nunca pensé que, 30 años después, yo estaría en esa misma situación. De largo que es muy diferente ponerse en los zapatos de alguien, a ser ese alguien.







domingo, 19 de julio de 2020

Yo, vulnerable

Este viernes estuve en Migración por una diligencia trivial: anunciar mi cambio de domicilio. Siempre que estoy en ese lugar siento miedo. Tengo la fantasía de que algo van a descubrir al hurgar en sus archivos y que me van a expulsar del país. Me siento sospechosa cuando me miran y pienso que yo misma me voy a delatar sin querer.

Ello, aunque los funcionarios son amables y aunque no hacen preguntas capciosas. Y aunque (ustedes lo saben) soy una buena persona y no he cometido (ni cometería) ningún delito.

Puede que toda la situación que antecede (la fila desde las 6 de la mañana. Escuchar a mis compatriotas narrar situaciones de Venezuela. Que te den un número. La policía custodiando) me retrotrae a situaciones del pasado, cuando vivíamos en un país en el que las personas no nos sentimos ciudadanos, aunque alguna vez lo fuimos. Donde un funcionario se siente con el poder de decidir el futuro de quien está detrás de la ventanilla, y en el que todo puede ser arbitrariamente torcido o cambiado, en un abrir o cerrar de ojos. 

No se si tengo un trauma con la policía. Aunque se que no estoy frente a un policía venezolano, que son civiles y no militares y que además, al ser mexicanos, son extremadamente amables, no puedo evitar sentir escalofríos si me acerco a preguntar algo o si me revisan la cartera al entrar.

Ya he vivido situaciones difíciles en Migración: un mal entendido en un trámite inicial con mi empleador, hizo que rechazaran mi solicitud. Y al tratar de hacerles ver el error, el asunto se convirtió en un engorroso problema burocrático que me hizo vivir indocumentada por un año. Aunque todo finalmente se arregló, siempre creo que de alguna computadora saldrá este dato, que nuevamente torcerá mi destino.

Ir a Migración me hace sentir extremadamente vulnerable. Es un sentimiento que no va con mi personalidad (siempre he sido "defensora de algo o alguien", quienes me conocen lo saben). Pero en esos momentos, me someto: espero que todo pase, que todo ocurra mientras mi destino queda en manos de otros.

El otro día en un taller que organizó Efecto Cocuyo, lo entendí. Y recordé una anécdota: cuando me tocó vivir cerca de un vecino que todos los días maltrataba a su perro y mi hija Mariana insistía en denunciarlo. Pero yo (aunque amo a los perros, aunque se me aceleraba el corazón en el momento de la violencia y aunque odiaba escuchar el aullido del pobre animal cuando lo golpeaban) opté por evitar ir ante la autoridad: somos extranjeros, le dije, no sabemos si luego nosotros terminamos denunciados.

Creer que no tienes derechos es la base de este sentimiento de vulnerabilidad y la razón del silencio frente a las injusticias. Y aunque se, porque lo dije muchas veces en mi trabajo como activista, que los derechos humanos no te los pueden quitar, porque son inherentes al ser humano (sin distinción alguna de nacionalidad, lugar de residencia, sexo, origen nacional o étnico, color, religión, lengua, o cualquier otra condición. Todos tenemos los mismos derechos humanos, sin discriminación alguna) es muy diferente estar del otro lado: aquel en el que te encuentras en desventaja.

Quizás en este sentimiento de vulnerabilidad, en el que hay un otro que tiene el poder sobre tu destino -y en el que en la práctica poco importe que tengas o no derechos humanos- se explique (en parte) el por qué sigue una dictadura oprimiendo a mi valiente país, y por qué no bajan los cerros, como hace rato deberían haber bajado.


domingo, 12 de julio de 2020

Las flores que habitan mi casa

Hay días en que mi casa se desdibuja en mi memoria.

Hace ya tres años que me fui, y aunque regresé en julio pasado, hay partes de mi casa -esa que habité más de veinte años- que he olvidado. También me pasa que a veces creo que tengo una olla, un abrigo o un libro en mi casa mexicana cuando en realidad estos objetos nunca han viajado: siguen guardados en mi casa de Caracas. La confusión puede ser aún más grande cuando trato de recordar las fotos que están en el pasillo - ese que guardó mis pasos en momentos de ansiedad, en el que di carreras con mis hijos pequeños jugando al escondite- o al tratar de ubicar la posición exacta del mueble cercano a la ventana (tanto polvo que sacudí de el, tanto fue lo que soñé bajo su abrigo) y no puedo. A veces también me sorprenden recuerdos vívidos de un objeto que creí haber perdido, y una alegría me sacude, aunque luego descubra que igual no está conmigo, porque está cerrado y solo en mi casa vacía.

Uno creería que los espacios que habitamos permanecen inalterables, al menos en la memoria. Sin embargo, no es así.

Así me lo confirmó Pancho hoy, al enviarme fotos de las flores que están por abrir. Me sorprende que ellas, mis plantas, únicas habitantes de mi casa, siguen abriendo generosas sus flores, aunque nadie las disfruta. Ofrecen un concierto de belleza y color hacia la intimidad de una casa cerrada. Me reconforta sentir que ellas siguen haciendo suyo mi hogar, ese que a veces en mis recuerdo se desdibuja. Entonces, colores y formas ya desconocidas para mi, siguen siendo parte de lo que fue mi entorno, en otras formas de amar distintas: esas que tienen las plantas.

Entonces, siento que ya mi casa no está sola. Y que yo, de alguna forma, la alcanzo en la distancia.


domingo, 5 de julio de 2020

Cumpleaños en pandemia

La fiesta de mi cumpleaños fue la sorpresa de un pastel de chocolate que trajo un Uber a la puerta de mi casa. El cariño de un amigo por whatsapp. Mensajes de amor en Facebook e Instagram. Una voz grabada en mi teléfono cantando cumpleaños feliz. Un dulce que llegó en una caja rosada, con un poema y un nombre enigmático: amor muerto, pero rotundamente delicioso. Unas violetas en un matero color oro. Una llamada de Zoom con mi familia cantando mal, pero cálida y cercana. Un abrazo que traspasa el otro lado de la pantalla. Mis hermanas como soporte y compañía. Mensajes desde distintas partes del mundo. Una llamada de disculpa, reconocimiento, reconciliación, justo cuando la decepción parece arroparme. Una voz de aliento en la oscuridad. Y mi esposo cómplice, haciendo el desayuno, el almuerzo, lavando los platos, mientras yo respondo a mis amigos. Lo humano traspasando el encierro.

Ha sido un cumpleaños realmente extraño, en un día de mucho trabajo, que parece normal pero no lo es, bajo esta pandemia que coloca a la muerte como amenaza y certeza en el horizonte y que oscurece el futuro con la sombra de la crisis. Pero que al tiempo, trae renovación, retos, esperanza de cambio, nuevas oportunidades.

Mi cumpleaños también me trajo un curso nocturno -en lugar de fiesta- para celebrar aprendiendo. Que a toda edad, más cuando se cumple (es decir, se envejece) la vida trae sorpresas. Que estamos para aprender todos los días.  

Los aniversarios son momentos para hacer balances, de celebrar la vida, de encontrarse con los amigos. Sin embargo, éste llegó casi sin ser deseado, en un momento de desánimo y de hastío por el encierro. Pero a medida que el día fue avanzando, las llamadas y mensajes cargaron mi día de una nueva energía.

Ahora tengo una nueva vitalidad, gracias a todos estos amorosos regalos que me confirman que la vida, esta inesperada vuelta de hoja que encontramos a cada paso, nos sorprende con el reto de seguir confiando, creando, amando. 

Una confianza que nace en vernos en el otro, ese espejo que nos confirma que no estamos solos.






sábado, 27 de junio de 2020

El día que perdí mi título

Hoy se celebra en Venezuela el día del periodista.

Hace un año, para esta fecha, estaba en Caracas, por la graduación y matrimonio de mi hijo Pedro. Lo viví como una cadena de hechos que guardaron un simbolismo mágico para mí, pues a veces creemos que los eventos que nos ocurren son una suerte de oráculo. Probablemente da algo de seguridad ante la incertidumbre el creer que las cosas ocurren por algo: Y es que por aquellos días en los que a Pedro le dieron su título de arquitecto, en la misma hermosa Aula Magna en el que yo recibí el mío de periodista, caí en cuenta que había perdido mi título. Eso lo viví como una catástrofe. Sentí que me perdía yo misma.

Por alguna razón dejó de estar dónde siempre creí que estaba: un closet de mi casa. Recuerdo que me asombró sentir que había una laguna de olvido que impedía ubicar exactamente el momento en que lo guardé antes de irme del país. Desbaraté ese armario, incluso rompí la madera con un cuchillo (fue un hueco bastante mal hecho, casi a mordiscos desesperados), pues pensaba que había caído hacia un espacio entre el closet y la pared. Luego, sistemáticamente, me dediqué a revisar cada lugar posible de mi casa. Con paciencia desarmé cada cuarto, armario, gaveta y en ello, desempolvé recuerdos, fotos, papeles, dibujos y rincones olvidados. Era como encontrarme a mi misma, aunque nunca encontré mi título. 

Aún hoy no se qué pasó. Pensé en la posibilidad de que alguien se lo hubiese llevado. Especulé si lo dejé en algún trabajo - ¿El Nacional? - Quizás pensé apostillarlo y en la locura de la salida de Venezuela lo dejé en el registro. Es como un espacio de no memoria que aún me intriga. Y el día del periodista, estando en Caracas el año pasado, sentí que había dejado de ser periodista. Luego fantasee con la idea de que aparecería el día de mi cumpleaños -el 2 de julio- como un regalo que me daría la vida. Pero nada de eso ocurrió. Simplemente se esfumó.

¿He perdido 30 años de vida profesional? Pensé mucho en que ahora que he migrado, en este nuevo plano en el que parezco no tener historia, y en el que resulta irrelevante rescatar aquella que fui, o aquella que pude ser, quizás tener un título no sea tan importante.

Del periodismo que viví con tanta pasión, al que dediqué tantas horas de trabajo y que me hizo ser quien soy, queda poco en Venezuela. Las redacciones que formamos, los periódicos que escribimos, las historias que reporteamos, son parte del país que nos quitaron. Ese periodismo lo perdimos, como perdimos el país, junto al futuro que creímos construir. Recuerdo que mis profesores me decían que tenía que forjar con mucha seriedad mi credibilidad, pues era mi único legado. Trabajé mucho en eso, en tener un nombre, que Aliana González fuera sinónimo de periodista íntegra, honesta, creíble. Hoy nada de eso parece tener importancia. La desmemoria no solo me arropa a mi, en la pérdida de mi titulo, sino que parece arropar a ese país que hasta llega a desdibujarse en mi recuerdo.

Hoy estoy en México, donde empiezo a construir nuevamente mi nombre, no tanto como periodista sino como persona. Busco reinventarme, en un nuevo tiempo en el que ha cambiado incluso la forma de ejercer el periodismo, de informarnos, en el que las redes sociales son las que jerarquizan lo que es o parece ser relevante, y en el que los periodistas somos marcas personales. Todo en medio de una pandemia que parece va a cambiar aún más las cosas. Hoy, en esta nueva perspectiva, haber perdido mi título no me parece ser relevante.

¿Sigo siendo periodista? Es parte de mi personalidad confirmar cada cosa que me dicen, preguntar, indagar e investigar. Soy curiosa. Escribo. Siento la impetuosa necesidad de dejar constancia de la historia, al menos de la mía. Y me molestan en extremo las faltas de ortografía.

Creo que por tener o no un título, no dejaré de ser lo que siempre fui. Por eso celebro en la distancia el Día del periodista venezolano, ese que fui, que es historia compartida con mis amigos repartidos por el mundo, que ha forjado mis afectos y que celebro también pensando en quienes luchan y hacen periodismo en Venezuela, a contracorriente.


Al tiempo que a mi hijo le dieron su título, yo perdí el mío

domingo, 21 de junio de 2020

Mi papá, el luchador de sueños



Podemos decir de él que su nombre es José Antonio González Cordero, que es ingeniero agrónomo, que nació en Santa Cruz de La Palma, en Tenerife, que fue campeón de natación, que era calvo desde los 19 años y que se nacionalizó venezolano siendo muy joven. Pero lo que mejor lo describe, es que fue un hombre que supo perseguir sus sueños y que toda su vida se dedicó a construir un mundo mejor.

Ese es mi papá. El mismo que hoy tiene Alzheimer y que nos acompaña en nuestra migración en México y del que tanto lamentamos que su demencia le impida disfrutar de la aventura de descubrir nuevos sabores en las comidas, revelarnos sus conocimientos o encontrar proyectos a los que engancharse con emoción. Duele que no esté, aunque su presencia sea tan imponente y su sonrisa siga siendo la misma. Aunque siga con nosotros.

Mi papá era aventurero y temerario, con una fuerte conciencia social, sin miedo a tomar decisiones porque era guiado por sus convicciones. Así, siendo yo niña, nos fuimos a vivir a Tucupita, en el Delta del Orinoco, un lugar selvático donde inventó una escuela para enseñar a los campesinos a aprovechar mejor las tierras y en donde echó a andar proyectos que parecen locos, pero que eran verdaderamente innovadores en los años 70: una radionovela educativa, un estudio de televisión para hacer programas que se emitirían en circuito cerrado en pueblos sembrados en las riberas del río, una casa-granja a la que luego vendrían los campesinos a aprender y a la que trajo de Chile, Argentina, Uruguay e incluso Holanda, a exiliados, intelectuales y toda suerte de personajes que quisieron seguirlo en su proyecto. 

Luego mi papá fundó una cooperativa agrícola y nos mudamos, primero a Sanare, en el estado Lara (para aprender de las cooperativas que allí existían) y luego al Cristo de la Paragua, un pueblo minero en el estado Bolívar, porque según decía, allí estaban las mejores tierras del país, con la idea de transformar la forma de sembrar, pero sobre todo de cambiar las relaciones laborales al trabajar en equipo, compartiendo riesgos, esfuerzos y recursos. Mis padres vivieron en ese pueblo que bien podría haber sido Macondo, dónde él incursionó en la siembra de vegetales cuando allí sólo se sembraba maíz, donde enseñó a sembrar también peces en las lagunas, y en donde ideó un sistema ecológico en el manejo de la siembra para aprovechar mejor los recursos y que hoy podría llamarse orgánico. También innovó en la manera de comercializar la producción para que en la cadena, los productores no perdieran tanto. Todo esto a contracorriente: en un país que vivía del petróleo y que se olvidaba del campo, y en tierras que pronto serían inundadas por la represa del Guri en 1985-86.

Mi papá vivía de utopía en utopía. La posibilidad de cambiar la realidad por un ideal lo impulsaba con una energía que contagiaba. Visionario, trabajó con las primeras computadoras. Siendo niña, recuerdo que me contaba como si fuera una premonición, sobre el día en el que las personas pudieran comunicarse en la distancia a la velocidad de la luz e incluso, pudieran activar con su voz las luces de la casa o trancar las ventanas. Nunca dejó de soñar, incluso cuando regresó a Caracas para empezar de nuevo, a finales de los 80 y aún en sus momentos más inciertos, cuando fue despedido de trabajos por sus convicciones políticas en la era Chávez, porque siempre conectó con ideas que fueran transformadoras.

Ese optimismo de mi papá, esa forma de andar por la vida sintiendo que si se hace lo correcto no hay por qué temer, sin preocuparse por construir un patrimonio o dejar bienes tras de si, me ha dado una libertad que hoy me permite vivir esta migración en México con menos angustia, transitar por crisis y sobrevivir a situaciones complejas, con alegría y esperanza.

Por ello te agradezco. Porque aún recuerdas mi nombre, me reconoces y en las mañanas aún me sigues diciendo que estoy muy bonita y que me quieres, y con tu presencia, me recuerdas que luchar por aquello que soñamos, es una empresa a la que bien vale la pena invertirle la vida. 


domingo, 14 de junio de 2020

Mudarse en tiempos de coronavirus

Pronto cumpliremos tres años en México, que ya siento mi país. He construido amigos y hogares, rutinas y nuevos paisajes. En particular, en las playas de Tecolutla, Oaxaca y Zihuatanejo, me siento en casa y en esos momentos de alegría, con el olor del mar que trae el viento, puedo olvidar que hubo una escisión, un país que dejé, unas playas que no veré más. Al tiempo, he construido nuevos afectos, y en particular siento por Ciudad de México la contradicción que vive todo migrante, (la de pertenecer y el sentir que puedes vivir otra dolorosa pérdida al marchar) por lo que será siempre parte de la añoranza. 
Y así, cuando me pensé estable, con los pies en la tierra y tranquila, vino un nuevo e imprevisible movimiento telúrico: la pandemia por el coronavirus, la cuarentena y sus consecuencias sociales y económicas. Un estado de cosas que nos obligó a definir nuevas metas, prioridades y a tomar decisiones en un terreno que creía superado: el de la sobreviviencia. 
Mudarnos en momentos en que la curva de muertes alcanzaba su máximo, fue la loca decisión que tuvimos que tomar, con un listado de requisitos casi imposibles por cumplir: vivienda para seis personas, con mascotas, sin subir más de un piso por mis padres mayores o con ascensor, en un lugar que no sea peligroso y que preferiblemente, sea iluminado y cálido en invierno. Y el requisito más importante, el motivo de la mudanza, que sea económico y reduzca considerablemente los gastos fijos. Fue así como recorrimos lugares que nunca pensamos visitar en Ciudad de México, y que me vi luego investigando en Google, para saber sobre seguridad, distancias, cotidianidades. Tratando de, con conocimiento, ganarle una partida al miedo a lo desconocido.
Fue como migrar de nuevo. Ahora lo veo. Sobre todo porque no fue una decisión tomada por el placer de cambiar, sino obligada por factores externos, como nos pasó con la salida de Venezuela. Más allá de tomar las previsiones para cuidarnos del virus en esta tarea, reviví el trauma de dejar, por obligación, aquello que sentí había construido y era parte de mi: el conocer a mis vecinos, las calles por las que paseaba a mis perros, el balcón en el que tomaba el café, los lugares para comer rico a tres cuadras de mi casa, el cine al que podía ir caminando. Y una planta de calabaza que sembré, y que se trepó frondosa, en los barrotes de mi balcón.
Ya tenemos 15 días en la nueva casa, un departamento que desde la altura del piso 14, me permite ver toda la ciudad. Ahora tengo una nueva perspectiva, que espero disfrutar y aprovechar: porque no solo puedo ver la totalidad del paisaje, y tener una vista macro, global. Me enseñó que la sensación de seguridad, es una quimera. La incertidumbre es nuestra compañera eterna, aunque haya momentos en que creas que todo está bajo control. Hay que ser flexible, en lo posible, sacarle el jugo a la vida, disfrutarlo todo, vivir lo que llaman "el aquí y el ahora" y saber que participas en una aventura, en la que no sabemos qué más puede pasar, incluso a la vuelta de la esquina.
La planta de calabaza me la traje, y contra todo pronóstico, ella supo adaptarse y sobrevivir. Ahora crece una hermosa calabaza en sus ramas.



 

domingo, 5 de enero de 2020

Una gran tragedia que nos une

Hace poco me di cuenta que convivo con un dolor del que no me había dado cuenta, y que es como un monstruo, que palpita con vida propia. Pero que lo llevaba dormido, dentro de mí.

Probablemente me lo oculté por mucho tiempo, para no verlo. Hoy me parece increíble, porque - tras poner distancia de tiempo y espacio - ahora puedo ver sin filtros la realidad en la que viví, hace poco más de dos años. Encerrados en un entorno que todo el tiempo golpea, (a la dignidad, a los motivos por los que luchar, a la cotidianidad con la amenaza que pende permanente sobre todos, que achica y oprime, que anula y hace sentir miserable). Un entorno en el que la falta de esperanza se volvió una forma de caminar y en la ropa que vestimos.

Esa, era y es la realidad de todos. En esa cotidianidad (y hablo en pasado, porque la dejé atrás al venir a vivir a México, pero que aún así me sigue acompañando) pasaban cosas de las que, al final, ya no quería enterarme. Dejé de ser empática, interesada en las noticias y ciudadana activa, contraviniendo así no solo mi ser como periodista, sino mi propia identidad. Simplemente, necesité pasar la página y no mirar a los lados, como una forma de protegerme.

Hoy veo desde esta distancia (no solo la distancia física de no vivir allí, sino la distancia emocional: el muro que he construido con mi lejanía) lo que ocurre en la Asamblea Nacional y veo como, de manera tan burda -sin al menos guardar las formas- se jugaron tretas para que Guaidó deje de ser presidente de la AN y así el chavismo pueda salirse con la suya, como siempre. Sin más. Otra muestra de cómo lograr la impune destrucción de las esperanzas, del triunfo del mal sobre el bien sin que sea posible una revancha. Los puñetazos como única forma de diálogo.

En mis días en Caracas la urgencia de vivir me obligó a hacer filas, a perseguir arroz, aceite, harina o pan, a hacer maromas para lograr trámites, y mi atención sólo se enfocó en un esfuerzo: sobrevivir. Sin ver hacia los lados, me refugié en mi capacidad de ser resiliente, y me obsesioné por ser feliz, a pesar del entorno. Construí en mis afectos, en mi familia, en mis plantas y en mis mascotas, un refugio contra el oprobio. Y como un mantra, me repetí que aquello pasaría pronto: porque siempre he sido optimista y siempre le he encontrado la vuelta al mal que por bien llega. Esa ha sido mi arma secreta.

Entonces, lograba cambiar en bueno todo lo malo: como el decirme que hacer arepas con zanahoria y calabacín (por la escasez de harina) sería beneficioso para la salud; o que como consecuencia de la vida en un salto, ahora teníamos mayor comunicación con nuestros vecinos; y que ante la falta de actividades de distracción o el encarecimiento de los locales de comidas o diversión, podríamos construir nexos más sólidos con los hijos, padres y hermanos, al disfrutar encuentros familiares en casa en lugar de salir a la calle.

¿Es posible acostumbrarse al horror? Puede ser tan natural y además, tan colectivo, que termina por amilanar cualquier rebeldía interior. Y yo quería conservar algo de ternura dentro de mi y que el odio no ganara la partida. Encontrar un antídoto para impedirle a la frustración hacerme más amarga, o mordaz, o cínica. Fui feliz viendo a mis plantas florecer. Además, luego de tantas marchas y sus muertes, estaba claro que la situación no cambiaría con protestas ciudadanas. No más sangre sobre el asfalto.


Hoy desde México veo, aún con horror (que a Dios gracias aún conservo) el espanto que tuvo lugar este día 5 de enero. Sin embargo, no quiero ir más allá de escribir este post y lucho por cerrar la página. Siento una tristeza que me invade, y que hace surgir al monstruo que me acompaña, agazapado, en el corazón: ese dolor, que no solo palpita en mí, sino en tantos otros venezolanos.

Por ahora he decidido no alborotarlo (al dolor) para dejar que siga dormido. Un día a la vez, como dicen en AA. Sin embargo, me queda claro que el daño ya está hecho, pues no puedo evitar la invasión de la desesperanza y que el velo de la tristeza me arrope en la noche.

Esa tristeza por la promesa rota que es hoy Venezuela, cuyo único consuelo es saberla compartida con mis compatriotas, gracias a lo cual, con aquellos con los que me encuentro, nos podemos abrazar sabiendo que el otro entiende perfectamente de qué dolor hablamos. Como si estuviéramos en un velorio.

Solo que ahora no tengo idea de cómo trastocar en positivo todo esto, más allá de alegrarme un poco al saberme menos indiferente de lo que me juré ser, y al encontrarnos hermanarnos (los venezolanos) en un mismo dolor: ese monstruo agazapado en nuestro interior y que todos compartimos unidos en esta tragedia que se llama Venezuela.


Ver información sobre lo ocurrido en la AN