lunes, 9 de septiembre de 2019

Ojalá

Hace una semana que mis hijos -Pedro y su esposa Andrea- viven con nosotros. Apenas inician su vida de migrantes. Con ilusión les preparamos el cuarto, compramos la cama, pintamos las paredes, limpiamos la casa e hicimos mercado. Los esperamos en el aeropuerto, con el corazón en un salto, con miedo a que no los dejaran entrar. Y fuimos inmensamente felices al verlos traspasar la puerta  para fundirnos en un abrazo, en estos saltos de emoción que esta nueva vida nos ofrece, y que aunque a veces aterran, también nos recuerda que estar vivos es sobre todo vivir en la incertidumbre, porque nada está garantizado.

Ellos vivieron una locura de despedidas antes de viajar y ahora los vemos hacer planes, sacar cuentas, pensar en el próximo paso, ubicarse en la ciudad. Ya desarmaron maletas y se instalaron, mientras se acostumbran a su nuevo ambiente y procesan lo que pasó, que no se aún si lo entienden en toda su enorme dimensión.

Lo se, porque yo lo viví hace dos años, y al verlos, me veo reflejada en ellos. Pero como cada quien vive su propio proceso, trato de no dar lecciones o fórmulas. Simplemente acompañarlos y ayudarlos en lo que piden. Estar allí, en lo posible.

Con su llegada, nuestra casa asume otra dimensión en el modelo de familia extendida que tenemos desde que mis padres viven con nosotros. Y aunque por estos días, mis padres visitan a mi hermana en Querétaro, y ahora somos cuatro, pronto seremos seis. Tres generaciones en tres cuartos, en una casa con espacios compartidos como si fuéramos roomies. Por ahora, Miguel y yo aprendemos de esta nueva relación con nuestro hijo, adulto, casado, mientras conocemos más profundamente a Andrea y empezamos a quererla con más intensidad. Porque estamos en condiciones muy especiales, en las que a todos se nos mueven sentimientos y emociones, en las que somos particularmente vulnerables y en las que hay que cuidar aún más la relaciones.

Sin embargo, creo que nos fortalece el sentir que somos un frente. Que unidos somos más y que juntos podemos. Además, que disfrutamos de un privilegio que pocos migrantes tienen: tener cerca a la familia. Y que el hecho de que la vida nos haya colocado en esta posición, puede ser una bendición: vivir con mis padres en su vejez, un tiempo extra de convivencia, del que podemos salir fortalecidos y con muchos aprendizajes, y vivir con nuestros hijos sus primeros momentos de casados, acompañándolos en esa aventura enorme que es construir una vida, pero tratando de tener la sabiduría de darles su espacio y respetar sus decisiones. A nuestros 56, somos la generación que justo está en medio de ambos extremos, y eso me llena de preguntas: cómo es que todo llega y se va tan rápido, cómo es que cambia y se transforma, qué legado dejamos y cómo será que nos recuerden cuando ya no estemos.

Ojalá toda esta experiencia nos una y acerque aún más, y haga que el amor sólo se multiplique. Ojalá que todos aprendamos de la experiencia. Ojalá que sea un camino a Itaca, ojalá largo, ojalá intenso, ojalá lleno de aventuras.

Ojalá, también algún día, tengamos la opción de regresar (o de quedarnos), con nuestras maletas llenas de aprendizajes, momentos vividos plenamente, con una familia fuerte como resultado, construida en la adversidad, pero basada en el amor y el respeto. Ojalá.


Camino a casa, llegando del aeropuerto