domingo, 5 de enero de 2020

Una gran tragedia que nos une

Hace poco me di cuenta que convivo con un dolor del que no me había dado cuenta, y que es como un monstruo, que palpita con vida propia. Pero que lo llevaba dormido, dentro de mí.

Probablemente me lo oculté por mucho tiempo, para no verlo. Hoy me parece increíble, porque - tras poner distancia de tiempo y espacio - ahora puedo ver sin filtros la realidad en la que viví, hace poco más de dos años. Encerrados en un entorno que todo el tiempo golpea, (a la dignidad, a los motivos por los que luchar, a la cotidianidad con la amenaza que pende permanente sobre todos, que achica y oprime, que anula y hace sentir miserable). Un entorno en el que la falta de esperanza se volvió una forma de caminar y en la ropa que vestimos.

Esa, era y es la realidad de todos. En esa cotidianidad (y hablo en pasado, porque la dejé atrás al venir a vivir a México, pero que aún así me sigue acompañando) pasaban cosas de las que, al final, ya no quería enterarme. Dejé de ser empática, interesada en las noticias y ciudadana activa, contraviniendo así no solo mi ser como periodista, sino mi propia identidad. Simplemente, necesité pasar la página y no mirar a los lados, como una forma de protegerme.

Hoy veo desde esta distancia (no solo la distancia física de no vivir allí, sino la distancia emocional: el muro que he construido con mi lejanía) lo que ocurre en la Asamblea Nacional y veo como, de manera tan burda -sin al menos guardar las formas- se jugaron tretas para que Guaidó deje de ser presidente de la AN y así el chavismo pueda salirse con la suya, como siempre. Sin más. Otra muestra de cómo lograr la impune destrucción de las esperanzas, del triunfo del mal sobre el bien sin que sea posible una revancha. Los puñetazos como única forma de diálogo.

En mis días en Caracas la urgencia de vivir me obligó a hacer filas, a perseguir arroz, aceite, harina o pan, a hacer maromas para lograr trámites, y mi atención sólo se enfocó en un esfuerzo: sobrevivir. Sin ver hacia los lados, me refugié en mi capacidad de ser resiliente, y me obsesioné por ser feliz, a pesar del entorno. Construí en mis afectos, en mi familia, en mis plantas y en mis mascotas, un refugio contra el oprobio. Y como un mantra, me repetí que aquello pasaría pronto: porque siempre he sido optimista y siempre le he encontrado la vuelta al mal que por bien llega. Esa ha sido mi arma secreta.

Entonces, lograba cambiar en bueno todo lo malo: como el decirme que hacer arepas con zanahoria y calabacín (por la escasez de harina) sería beneficioso para la salud; o que como consecuencia de la vida en un salto, ahora teníamos mayor comunicación con nuestros vecinos; y que ante la falta de actividades de distracción o el encarecimiento de los locales de comidas o diversión, podríamos construir nexos más sólidos con los hijos, padres y hermanos, al disfrutar encuentros familiares en casa en lugar de salir a la calle.

¿Es posible acostumbrarse al horror? Puede ser tan natural y además, tan colectivo, que termina por amilanar cualquier rebeldía interior. Y yo quería conservar algo de ternura dentro de mi y que el odio no ganara la partida. Encontrar un antídoto para impedirle a la frustración hacerme más amarga, o mordaz, o cínica. Fui feliz viendo a mis plantas florecer. Además, luego de tantas marchas y sus muertes, estaba claro que la situación no cambiaría con protestas ciudadanas. No más sangre sobre el asfalto.


Hoy desde México veo, aún con horror (que a Dios gracias aún conservo) el espanto que tuvo lugar este día 5 de enero. Sin embargo, no quiero ir más allá de escribir este post y lucho por cerrar la página. Siento una tristeza que me invade, y que hace surgir al monstruo que me acompaña, agazapado, en el corazón: ese dolor, que no solo palpita en mí, sino en tantos otros venezolanos.

Por ahora he decidido no alborotarlo (al dolor) para dejar que siga dormido. Un día a la vez, como dicen en AA. Sin embargo, me queda claro que el daño ya está hecho, pues no puedo evitar la invasión de la desesperanza y que el velo de la tristeza me arrope en la noche.

Esa tristeza por la promesa rota que es hoy Venezuela, cuyo único consuelo es saberla compartida con mis compatriotas, gracias a lo cual, con aquellos con los que me encuentro, nos podemos abrazar sabiendo que el otro entiende perfectamente de qué dolor hablamos. Como si estuviéramos en un velorio.

Solo que ahora no tengo idea de cómo trastocar en positivo todo esto, más allá de alegrarme un poco al saberme menos indiferente de lo que me juré ser, y al encontrarnos hermanarnos (los venezolanos) en un mismo dolor: ese monstruo agazapado en nuestro interior y que todos compartimos unidos en esta tragedia que se llama Venezuela.


Ver información sobre lo ocurrido en la AN