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domingo, 21 de junio de 2020

Mi papá, el luchador de sueños



Podemos decir de él que su nombre es José Antonio González Cordero, que es ingeniero agrónomo, que nació en Santa Cruz de La Palma, en Tenerife, que fue campeón de natación, que era calvo desde los 19 años y que se nacionalizó venezolano siendo muy joven. Pero lo que mejor lo describe, es que fue un hombre que supo perseguir sus sueños y que toda su vida se dedicó a construir un mundo mejor.

Ese es mi papá. El mismo que hoy tiene Alzheimer y que nos acompaña en nuestra migración en México y del que tanto lamentamos que su demencia le impida disfrutar de la aventura de descubrir nuevos sabores en las comidas, revelarnos sus conocimientos o encontrar proyectos a los que engancharse con emoción. Duele que no esté, aunque su presencia sea tan imponente y su sonrisa siga siendo la misma. Aunque siga con nosotros.

Mi papá era aventurero y temerario, con una fuerte conciencia social, sin miedo a tomar decisiones porque era guiado por sus convicciones. Así, siendo yo niña, nos fuimos a vivir a Tucupita, en el Delta del Orinoco, un lugar selvático donde inventó una escuela para enseñar a los campesinos a aprovechar mejor las tierras y en donde echó a andar proyectos que parecen locos, pero que eran verdaderamente innovadores en los años 70: una radionovela educativa, un estudio de televisión para hacer programas que se emitirían en circuito cerrado en pueblos sembrados en las riberas del río, una casa-granja a la que luego vendrían los campesinos a aprender y a la que trajo de Chile, Argentina, Uruguay e incluso Holanda, a exiliados, intelectuales y toda suerte de personajes que quisieron seguirlo en su proyecto. 

Luego mi papá fundó una cooperativa agrícola y nos mudamos, primero a Sanare, en el estado Lara (para aprender de las cooperativas que allí existían) y luego al Cristo de la Paragua, un pueblo minero en el estado Bolívar, porque según decía, allí estaban las mejores tierras del país, con la idea de transformar la forma de sembrar, pero sobre todo de cambiar las relaciones laborales al trabajar en equipo, compartiendo riesgos, esfuerzos y recursos. Mis padres vivieron en ese pueblo que bien podría haber sido Macondo, dónde él incursionó en la siembra de vegetales cuando allí sólo se sembraba maíz, donde enseñó a sembrar también peces en las lagunas, y en donde ideó un sistema ecológico en el manejo de la siembra para aprovechar mejor los recursos y que hoy podría llamarse orgánico. También innovó en la manera de comercializar la producción para que en la cadena, los productores no perdieran tanto. Todo esto a contracorriente: en un país que vivía del petróleo y que se olvidaba del campo, y en tierras que pronto serían inundadas por la represa del Guri en 1985-86.

Mi papá vivía de utopía en utopía. La posibilidad de cambiar la realidad por un ideal lo impulsaba con una energía que contagiaba. Visionario, trabajó con las primeras computadoras. Siendo niña, recuerdo que me contaba como si fuera una premonición, sobre el día en el que las personas pudieran comunicarse en la distancia a la velocidad de la luz e incluso, pudieran activar con su voz las luces de la casa o trancar las ventanas. Nunca dejó de soñar, incluso cuando regresó a Caracas para empezar de nuevo, a finales de los 80 y aún en sus momentos más inciertos, cuando fue despedido de trabajos por sus convicciones políticas en la era Chávez, porque siempre conectó con ideas que fueran transformadoras.

Ese optimismo de mi papá, esa forma de andar por la vida sintiendo que si se hace lo correcto no hay por qué temer, sin preocuparse por construir un patrimonio o dejar bienes tras de si, me ha dado una libertad que hoy me permite vivir esta migración en México con menos angustia, transitar por crisis y sobrevivir a situaciones complejas, con alegría y esperanza.

Por ello te agradezco. Porque aún recuerdas mi nombre, me reconoces y en las mañanas aún me sigues diciendo que estoy muy bonita y que me quieres, y con tu presencia, me recuerdas que luchar por aquello que soñamos, es una empresa a la que bien vale la pena invertirle la vida. 


domingo, 14 de junio de 2020

Mudarse en tiempos de coronavirus

Pronto cumpliremos tres años en México, que ya siento mi país. He construido amigos y hogares, rutinas y nuevos paisajes. En particular, en las playas de Tecolutla, Oaxaca y Zihuatanejo, me siento en casa y en esos momentos de alegría, con el olor del mar que trae el viento, puedo olvidar que hubo una escisión, un país que dejé, unas playas que no veré más. Al tiempo, he construido nuevos afectos, y en particular siento por Ciudad de México la contradicción que vive todo migrante, (la de pertenecer y el sentir que puedes vivir otra dolorosa pérdida al marchar) por lo que será siempre parte de la añoranza. 
Y así, cuando me pensé estable, con los pies en la tierra y tranquila, vino un nuevo e imprevisible movimiento telúrico: la pandemia por el coronavirus, la cuarentena y sus consecuencias sociales y económicas. Un estado de cosas que nos obligó a definir nuevas metas, prioridades y a tomar decisiones en un terreno que creía superado: el de la sobreviviencia. 
Mudarnos en momentos en que la curva de muertes alcanzaba su máximo, fue la loca decisión que tuvimos que tomar, con un listado de requisitos casi imposibles por cumplir: vivienda para seis personas, con mascotas, sin subir más de un piso por mis padres mayores o con ascensor, en un lugar que no sea peligroso y que preferiblemente, sea iluminado y cálido en invierno. Y el requisito más importante, el motivo de la mudanza, que sea económico y reduzca considerablemente los gastos fijos. Fue así como recorrimos lugares que nunca pensamos visitar en Ciudad de México, y que me vi luego investigando en Google, para saber sobre seguridad, distancias, cotidianidades. Tratando de, con conocimiento, ganarle una partida al miedo a lo desconocido.
Fue como migrar de nuevo. Ahora lo veo. Sobre todo porque no fue una decisión tomada por el placer de cambiar, sino obligada por factores externos, como nos pasó con la salida de Venezuela. Más allá de tomar las previsiones para cuidarnos del virus en esta tarea, reviví el trauma de dejar, por obligación, aquello que sentí había construido y era parte de mi: el conocer a mis vecinos, las calles por las que paseaba a mis perros, el balcón en el que tomaba el café, los lugares para comer rico a tres cuadras de mi casa, el cine al que podía ir caminando. Y una planta de calabaza que sembré, y que se trepó frondosa, en los barrotes de mi balcón.
Ya tenemos 15 días en la nueva casa, un departamento que desde la altura del piso 14, me permite ver toda la ciudad. Ahora tengo una nueva perspectiva, que espero disfrutar y aprovechar: porque no solo puedo ver la totalidad del paisaje, y tener una vista macro, global. Me enseñó que la sensación de seguridad, es una quimera. La incertidumbre es nuestra compañera eterna, aunque haya momentos en que creas que todo está bajo control. Hay que ser flexible, en lo posible, sacarle el jugo a la vida, disfrutarlo todo, vivir lo que llaman "el aquí y el ahora" y saber que participas en una aventura, en la que no sabemos qué más puede pasar, incluso a la vuelta de la esquina.
La planta de calabaza me la traje, y contra todo pronóstico, ella supo adaptarse y sobrevivir. Ahora crece una hermosa calabaza en sus ramas.



 

domingo, 5 de enero de 2020

Una gran tragedia que nos une

Hace poco me di cuenta que convivo con un dolor del que no me había dado cuenta, y que es como un monstruo, que palpita con vida propia. Pero que lo llevaba dormido, dentro de mí.

Probablemente me lo oculté por mucho tiempo, para no verlo. Hoy me parece increíble, porque - tras poner distancia de tiempo y espacio - ahora puedo ver sin filtros la realidad en la que viví, hace poco más de dos años. Encerrados en un entorno que todo el tiempo golpea, (a la dignidad, a los motivos por los que luchar, a la cotidianidad con la amenaza que pende permanente sobre todos, que achica y oprime, que anula y hace sentir miserable). Un entorno en el que la falta de esperanza se volvió una forma de caminar y en la ropa que vestimos.

Esa, era y es la realidad de todos. En esa cotidianidad (y hablo en pasado, porque la dejé atrás al venir a vivir a México, pero que aún así me sigue acompañando) pasaban cosas de las que, al final, ya no quería enterarme. Dejé de ser empática, interesada en las noticias y ciudadana activa, contraviniendo así no solo mi ser como periodista, sino mi propia identidad. Simplemente, necesité pasar la página y no mirar a los lados, como una forma de protegerme.

Hoy veo desde esta distancia (no solo la distancia física de no vivir allí, sino la distancia emocional: el muro que he construido con mi lejanía) lo que ocurre en la Asamblea Nacional y veo como, de manera tan burda -sin al menos guardar las formas- se jugaron tretas para que Guaidó deje de ser presidente de la AN y así el chavismo pueda salirse con la suya, como siempre. Sin más. Otra muestra de cómo lograr la impune destrucción de las esperanzas, del triunfo del mal sobre el bien sin que sea posible una revancha. Los puñetazos como única forma de diálogo.

En mis días en Caracas la urgencia de vivir me obligó a hacer filas, a perseguir arroz, aceite, harina o pan, a hacer maromas para lograr trámites, y mi atención sólo se enfocó en un esfuerzo: sobrevivir. Sin ver hacia los lados, me refugié en mi capacidad de ser resiliente, y me obsesioné por ser feliz, a pesar del entorno. Construí en mis afectos, en mi familia, en mis plantas y en mis mascotas, un refugio contra el oprobio. Y como un mantra, me repetí que aquello pasaría pronto: porque siempre he sido optimista y siempre le he encontrado la vuelta al mal que por bien llega. Esa ha sido mi arma secreta.

Entonces, lograba cambiar en bueno todo lo malo: como el decirme que hacer arepas con zanahoria y calabacín (por la escasez de harina) sería beneficioso para la salud; o que como consecuencia de la vida en un salto, ahora teníamos mayor comunicación con nuestros vecinos; y que ante la falta de actividades de distracción o el encarecimiento de los locales de comidas o diversión, podríamos construir nexos más sólidos con los hijos, padres y hermanos, al disfrutar encuentros familiares en casa en lugar de salir a la calle.

¿Es posible acostumbrarse al horror? Puede ser tan natural y además, tan colectivo, que termina por amilanar cualquier rebeldía interior. Y yo quería conservar algo de ternura dentro de mi y que el odio no ganara la partida. Encontrar un antídoto para impedirle a la frustración hacerme más amarga, o mordaz, o cínica. Fui feliz viendo a mis plantas florecer. Además, luego de tantas marchas y sus muertes, estaba claro que la situación no cambiaría con protestas ciudadanas. No más sangre sobre el asfalto.


Hoy desde México veo, aún con horror (que a Dios gracias aún conservo) el espanto que tuvo lugar este día 5 de enero. Sin embargo, no quiero ir más allá de escribir este post y lucho por cerrar la página. Siento una tristeza que me invade, y que hace surgir al monstruo que me acompaña, agazapado, en el corazón: ese dolor, que no solo palpita en mí, sino en tantos otros venezolanos.

Por ahora he decidido no alborotarlo (al dolor) para dejar que siga dormido. Un día a la vez, como dicen en AA. Sin embargo, me queda claro que el daño ya está hecho, pues no puedo evitar la invasión de la desesperanza y que el velo de la tristeza me arrope en la noche.

Esa tristeza por la promesa rota que es hoy Venezuela, cuyo único consuelo es saberla compartida con mis compatriotas, gracias a lo cual, con aquellos con los que me encuentro, nos podemos abrazar sabiendo que el otro entiende perfectamente de qué dolor hablamos. Como si estuviéramos en un velorio.

Solo que ahora no tengo idea de cómo trastocar en positivo todo esto, más allá de alegrarme un poco al saberme menos indiferente de lo que me juré ser, y al encontrarnos hermanarnos (los venezolanos) en un mismo dolor: ese monstruo agazapado en nuestro interior y que todos compartimos unidos en esta tragedia que se llama Venezuela.


Ver información sobre lo ocurrido en la AN

jueves, 13 de junio de 2019

Nueva efeméride: 21 de agosto

El próximo 21 de agosto cumpliré dos años desde que salí de Venezuela. Quienes han migrado, dicen que no olvidan la fecha en que se fueron (o llegaron, dependiendo desde dónde se mire) y queda como una efeméride en nuestras vidas. Yo tengo ese día muy presente. Marca un antes y un después, un parteaguas, como dicen por acá. Fue el día en el que me despedí de mi país, y en el que fui recibida por México, y me trae una sensación agridulce, mezcla de intenso dolor con abrazo cálido y amoroso. Por casualidad, mi permiso de residencia vence un 20 de agosto (aún cuando nada tiene que ver con la fecha de mi llegada, pues viví un año en trámites debido a trabas burocráticas en mi país de acogida) los traspiés, idas y venidas, y dilaciones, dejaron ese 20 de agosto en el documento más importante que tengo ahora, y que es mi tarjeta de identidad. Por eso, también el 20 de agosto está allí, como día relevante de mi historia personal y familiar.

Desde que me fui de Venezuela, entré en una etapa de mudez. Me bloquee. Escribir se volvió muy doloroso y mi participación en redes sociales, ha sido casi inexistente desde entonces. Es hoy, dos años después, que asumo este proyecto, en el que quiero contar la historia de cómo fue que perdí a mi país.

Probablemente, cuando me fui no tenía la capacidad de procesar la pérdida así como de reflexionar sobre todo lo que ocurre y ocurría en Venezuela. Tampoco se si la tengo ahora, pero los acontecimientos me están obligando a mirar hacia atrás (¿O sería hacia adelante?): viajaré a mi país dentro de pocos días. La sensación es contradictoria: quiero ir, ver a mis amigos y sobre todo, vivir el momento por el que estoy viajando, la graduación y matrimonio de mi hijo mayor. Pero tengo miedo por lo que puedo vivir, y sobre todo, por aquello que sin duda voy a sentir.


Regresar en junio

Abrir la puerta de mi casa y encontrarme con todo lo que dejé atrás, con mis plantas, en especial mis orquídeas, mis libros, los recuerdos que guardo, mis textos y mis dibujos, mis vecinos y mis amigos. Mi casa, la que habité y en la que viví tantas cosas, la que me costó una vida conseguir y la que era perfecta, porque me sentía tan bien en ella. El paisaje del Ávila, el canto de las guacharacas, las guacamayas que se ven por la ventana y que suelen anidar en el tronco seco de chaguaramo que está enfrente de mi edificio. La morrocoya que crié desde que mis hijos eran muy pequeños, y que debe tener más de 20 años, que aún vive en el parque del edificio y que un vecino alimenta. Mis amigos y las calles en las que he vivido toda mi vida adulta.

Mi mesa de noche, con los libros que entonces leía y que dejé allí, junto a mis cuadernos y cosas personales. Mi ropa colgada en el closet y los cuadros que también cuentan mi historia: artistas que me regalaron sus obras, otros que compré porque me gustaron, los de mi comadre Mariana y que me encantaría ver en mi casa mexicana. Las fotos de los viajes y momentos familiares en las paredes.

Será ver los pedazos de la vida que dejé. Lo que construí y tuve que abandonar. Abrir papeles, destapar memorias, ver las fotos de mis hijos cuando niños, encontrar mi historia. Y lo más doloroso será tomar decisiones sobre mis objetos: aquello que dejaré y lo que podré o no llevar, sopesar entre uno y otro, decidir qué regalo, qué guardo, que boto.

Cuando salí de mi casa, lo hice con dos maletas. Empaqué, como quien sale por pocos meses aunque sabía que no volvería pronto, pero lo hice como si muy pronto estaría de vuelta. Y aquí estoy, dos años después, volviendo por pocos días. Es esa la confusión y la tristeza que me acompaña.

Al tiempo, no dejo de hacer planes: quiero comer cachapas, hacer pilates con Inara y Julio, ir a la panadería y desayunar un cachito con un marrón, ir al parque del Este y ver El Ávila desde allí, encontrar a mis amigos.

Me debato entre la certeza de que menos es más, que es sano dejar fluir, y que hay que practicar el desprendimiento para saber vivir con aquello que es esencial. Sin embargo, es el peso de mi historia y de toda mi vida la que está en este lado. De alguna manera, me he construido en estas paredes, en la que es mi casa (la única que tengo, además), y me consuela saber que me aguarda. Que si algún día regreso, me estará esperando con sus mismos paisajes, objetos y recuerdo al cálido y amoroso hogar que en algún momento fue.

Me reconforta enfrentar este reto de la mano de ustedes, de alguna manera me siento acompañada y escribir este blog me fortalece. Así he logrado vencer la mudez, que en contra de mi oficio como periodista, me ha gobernado estos últimos años.