sábado, 27 de junio de 2020

El día que perdí mi título

Hoy se celebra en Venezuela el día del periodista.

Hace un año, para esta fecha, estaba en Caracas, por la graduación y matrimonio de mi hijo Pedro. Lo viví como una cadena de hechos que guardaron un simbolismo mágico para mí, pues a veces creemos que los eventos que nos ocurren son una suerte de oráculo. Probablemente da algo de seguridad ante la incertidumbre el creer que las cosas ocurren por algo: Y es que por aquellos días en los que a Pedro le dieron su título de arquitecto, en la misma hermosa Aula Magna en el que yo recibí el mío de periodista, caí en cuenta que había perdido mi título. Eso lo viví como una catástrofe. Sentí que me perdía yo misma.

Por alguna razón dejó de estar dónde siempre creí que estaba: un closet de mi casa. Recuerdo que me asombró sentir que había una laguna de olvido que impedía ubicar exactamente el momento en que lo guardé antes de irme del país. Desbaraté ese armario, incluso rompí la madera con un cuchillo (fue un hueco bastante mal hecho, casi a mordiscos desesperados), pues pensaba que había caído hacia un espacio entre el closet y la pared. Luego, sistemáticamente, me dediqué a revisar cada lugar posible de mi casa. Con paciencia desarmé cada cuarto, armario, gaveta y en ello, desempolvé recuerdos, fotos, papeles, dibujos y rincones olvidados. Era como encontrarme a mi misma, aunque nunca encontré mi título. 

Aún hoy no se qué pasó. Pensé en la posibilidad de que alguien se lo hubiese llevado. Especulé si lo dejé en algún trabajo - ¿El Nacional? - Quizás pensé apostillarlo y en la locura de la salida de Venezuela lo dejé en el registro. Es como un espacio de no memoria que aún me intriga. Y el día del periodista, estando en Caracas el año pasado, sentí que había dejado de ser periodista. Luego fantasee con la idea de que aparecería el día de mi cumpleaños -el 2 de julio- como un regalo que me daría la vida. Pero nada de eso ocurrió. Simplemente se esfumó.

¿He perdido 30 años de vida profesional? Pensé mucho en que ahora que he migrado, en este nuevo plano en el que parezco no tener historia, y en el que resulta irrelevante rescatar aquella que fui, o aquella que pude ser, quizás tener un título no sea tan importante.

Del periodismo que viví con tanta pasión, al que dediqué tantas horas de trabajo y que me hizo ser quien soy, queda poco en Venezuela. Las redacciones que formamos, los periódicos que escribimos, las historias que reporteamos, son parte del país que nos quitaron. Ese periodismo lo perdimos, como perdimos el país, junto al futuro que creímos construir. Recuerdo que mis profesores me decían que tenía que forjar con mucha seriedad mi credibilidad, pues era mi único legado. Trabajé mucho en eso, en tener un nombre, que Aliana González fuera sinónimo de periodista íntegra, honesta, creíble. Hoy nada de eso parece tener importancia. La desmemoria no solo me arropa a mi, en la pérdida de mi titulo, sino que parece arropar a ese país que hasta llega a desdibujarse en mi recuerdo.

Hoy estoy en México, donde empiezo a construir nuevamente mi nombre, no tanto como periodista sino como persona. Busco reinventarme, en un nuevo tiempo en el que ha cambiado incluso la forma de ejercer el periodismo, de informarnos, en el que las redes sociales son las que jerarquizan lo que es o parece ser relevante, y en el que los periodistas somos marcas personales. Todo en medio de una pandemia que parece va a cambiar aún más las cosas. Hoy, en esta nueva perspectiva, haber perdido mi título no me parece ser relevante.

¿Sigo siendo periodista? Es parte de mi personalidad confirmar cada cosa que me dicen, preguntar, indagar e investigar. Soy curiosa. Escribo. Siento la impetuosa necesidad de dejar constancia de la historia, al menos de la mía. Y me molestan en extremo las faltas de ortografía.

Creo que por tener o no un título, no dejaré de ser lo que siempre fui. Por eso celebro en la distancia el Día del periodista venezolano, ese que fui, que es historia compartida con mis amigos repartidos por el mundo, que ha forjado mis afectos y que celebro también pensando en quienes luchan y hacen periodismo en Venezuela, a contracorriente.


Al tiempo que a mi hijo le dieron su título, yo perdí el mío

domingo, 21 de junio de 2020

Mi papá, el luchador de sueños



Podemos decir de él que su nombre es José Antonio González Cordero, que es ingeniero agrónomo, que nació en Santa Cruz de La Palma, en Tenerife, que fue campeón de natación, que era calvo desde los 19 años y que se nacionalizó venezolano siendo muy joven. Pero lo que mejor lo describe, es que fue un hombre que supo perseguir sus sueños y que toda su vida se dedicó a construir un mundo mejor.

Ese es mi papá. El mismo que hoy tiene Alzheimer y que nos acompaña en nuestra migración en México y del que tanto lamentamos que su demencia le impida disfrutar de la aventura de descubrir nuevos sabores en las comidas, revelarnos sus conocimientos o encontrar proyectos a los que engancharse con emoción. Duele que no esté, aunque su presencia sea tan imponente y su sonrisa siga siendo la misma. Aunque siga con nosotros.

Mi papá era aventurero y temerario, con una fuerte conciencia social, sin miedo a tomar decisiones porque era guiado por sus convicciones. Así, siendo yo niña, nos fuimos a vivir a Tucupita, en el Delta del Orinoco, un lugar selvático donde inventó una escuela para enseñar a los campesinos a aprovechar mejor las tierras y en donde echó a andar proyectos que parecen locos, pero que eran verdaderamente innovadores en los años 70: una radionovela educativa, un estudio de televisión para hacer programas que se emitirían en circuito cerrado en pueblos sembrados en las riberas del río, una casa-granja a la que luego vendrían los campesinos a aprender y a la que trajo de Chile, Argentina, Uruguay e incluso Holanda, a exiliados, intelectuales y toda suerte de personajes que quisieron seguirlo en su proyecto. 

Luego mi papá fundó una cooperativa agrícola y nos mudamos, primero a Sanare, en el estado Lara (para aprender de las cooperativas que allí existían) y luego al Cristo de la Paragua, un pueblo minero en el estado Bolívar, porque según decía, allí estaban las mejores tierras del país, con la idea de transformar la forma de sembrar, pero sobre todo de cambiar las relaciones laborales al trabajar en equipo, compartiendo riesgos, esfuerzos y recursos. Mis padres vivieron en ese pueblo que bien podría haber sido Macondo, dónde él incursionó en la siembra de vegetales cuando allí sólo se sembraba maíz, donde enseñó a sembrar también peces en las lagunas, y en donde ideó un sistema ecológico en el manejo de la siembra para aprovechar mejor los recursos y que hoy podría llamarse orgánico. También innovó en la manera de comercializar la producción para que en la cadena, los productores no perdieran tanto. Todo esto a contracorriente: en un país que vivía del petróleo y que se olvidaba del campo, y en tierras que pronto serían inundadas por la represa del Guri en 1985-86.

Mi papá vivía de utopía en utopía. La posibilidad de cambiar la realidad por un ideal lo impulsaba con una energía que contagiaba. Visionario, trabajó con las primeras computadoras. Siendo niña, recuerdo que me contaba como si fuera una premonición, sobre el día en el que las personas pudieran comunicarse en la distancia a la velocidad de la luz e incluso, pudieran activar con su voz las luces de la casa o trancar las ventanas. Nunca dejó de soñar, incluso cuando regresó a Caracas para empezar de nuevo, a finales de los 80 y aún en sus momentos más inciertos, cuando fue despedido de trabajos por sus convicciones políticas en la era Chávez, porque siempre conectó con ideas que fueran transformadoras.

Ese optimismo de mi papá, esa forma de andar por la vida sintiendo que si se hace lo correcto no hay por qué temer, sin preocuparse por construir un patrimonio o dejar bienes tras de si, me ha dado una libertad que hoy me permite vivir esta migración en México con menos angustia, transitar por crisis y sobrevivir a situaciones complejas, con alegría y esperanza.

Por ello te agradezco. Porque aún recuerdas mi nombre, me reconoces y en las mañanas aún me sigues diciendo que estoy muy bonita y que me quieres, y con tu presencia, me recuerdas que luchar por aquello que soñamos, es una empresa a la que bien vale la pena invertirle la vida. 


domingo, 14 de junio de 2020

Mudarse en tiempos de coronavirus

Pronto cumpliremos tres años en México, que ya siento mi país. He construido amigos y hogares, rutinas y nuevos paisajes. En particular, en las playas de Tecolutla, Oaxaca y Zihuatanejo, me siento en casa y en esos momentos de alegría, con el olor del mar que trae el viento, puedo olvidar que hubo una escisión, un país que dejé, unas playas que no veré más. Al tiempo, he construido nuevos afectos, y en particular siento por Ciudad de México la contradicción que vive todo migrante, (la de pertenecer y el sentir que puedes vivir otra dolorosa pérdida al marchar) por lo que será siempre parte de la añoranza. 
Y así, cuando me pensé estable, con los pies en la tierra y tranquila, vino un nuevo e imprevisible movimiento telúrico: la pandemia por el coronavirus, la cuarentena y sus consecuencias sociales y económicas. Un estado de cosas que nos obligó a definir nuevas metas, prioridades y a tomar decisiones en un terreno que creía superado: el de la sobreviviencia. 
Mudarnos en momentos en que la curva de muertes alcanzaba su máximo, fue la loca decisión que tuvimos que tomar, con un listado de requisitos casi imposibles por cumplir: vivienda para seis personas, con mascotas, sin subir más de un piso por mis padres mayores o con ascensor, en un lugar que no sea peligroso y que preferiblemente, sea iluminado y cálido en invierno. Y el requisito más importante, el motivo de la mudanza, que sea económico y reduzca considerablemente los gastos fijos. Fue así como recorrimos lugares que nunca pensamos visitar en Ciudad de México, y que me vi luego investigando en Google, para saber sobre seguridad, distancias, cotidianidades. Tratando de, con conocimiento, ganarle una partida al miedo a lo desconocido.
Fue como migrar de nuevo. Ahora lo veo. Sobre todo porque no fue una decisión tomada por el placer de cambiar, sino obligada por factores externos, como nos pasó con la salida de Venezuela. Más allá de tomar las previsiones para cuidarnos del virus en esta tarea, reviví el trauma de dejar, por obligación, aquello que sentí había construido y era parte de mi: el conocer a mis vecinos, las calles por las que paseaba a mis perros, el balcón en el que tomaba el café, los lugares para comer rico a tres cuadras de mi casa, el cine al que podía ir caminando. Y una planta de calabaza que sembré, y que se trepó frondosa, en los barrotes de mi balcón.
Ya tenemos 15 días en la nueva casa, un departamento que desde la altura del piso 14, me permite ver toda la ciudad. Ahora tengo una nueva perspectiva, que espero disfrutar y aprovechar: porque no solo puedo ver la totalidad del paisaje, y tener una vista macro, global. Me enseñó que la sensación de seguridad, es una quimera. La incertidumbre es nuestra compañera eterna, aunque haya momentos en que creas que todo está bajo control. Hay que ser flexible, en lo posible, sacarle el jugo a la vida, disfrutarlo todo, vivir lo que llaman "el aquí y el ahora" y saber que participas en una aventura, en la que no sabemos qué más puede pasar, incluso a la vuelta de la esquina.
La planta de calabaza me la traje, y contra todo pronóstico, ella supo adaptarse y sobrevivir. Ahora crece una hermosa calabaza en sus ramas.