domingo, 12 de julio de 2020

Las flores que habitan mi casa

Hay días en que mi casa se desdibuja en mi memoria.

Hace ya tres años que me fui, y aunque regresé en julio pasado, hay partes de mi casa -esa que habité más de veinte años- que he olvidado. También me pasa que a veces creo que tengo una olla, un abrigo o un libro en mi casa mexicana cuando en realidad estos objetos nunca han viajado: siguen guardados en mi casa de Caracas. La confusión puede ser aún más grande cuando trato de recordar las fotos que están en el pasillo - ese que guardó mis pasos en momentos de ansiedad, en el que di carreras con mis hijos pequeños jugando al escondite- o al tratar de ubicar la posición exacta del mueble cercano a la ventana (tanto polvo que sacudí de el, tanto fue lo que soñé bajo su abrigo) y no puedo. A veces también me sorprenden recuerdos vívidos de un objeto que creí haber perdido, y una alegría me sacude, aunque luego descubra que igual no está conmigo, porque está cerrado y solo en mi casa vacía.

Uno creería que los espacios que habitamos permanecen inalterables, al menos en la memoria. Sin embargo, no es así.

Así me lo confirmó Pancho hoy, al enviarme fotos de las flores que están por abrir. Me sorprende que ellas, mis plantas, únicas habitantes de mi casa, siguen abriendo generosas sus flores, aunque nadie las disfruta. Ofrecen un concierto de belleza y color hacia la intimidad de una casa cerrada. Me reconforta sentir que ellas siguen haciendo suyo mi hogar, ese que a veces en mis recuerdo se desdibuja. Entonces, colores y formas ya desconocidas para mi, siguen siendo parte de lo que fue mi entorno, en otras formas de amar distintas: esas que tienen las plantas.

Entonces, siento que ya mi casa no está sola. Y que yo, de alguna forma, la alcanzo en la distancia.


domingo, 5 de julio de 2020

Cumpleaños en pandemia

La fiesta de mi cumpleaños fue la sorpresa de un pastel de chocolate que trajo un Uber a la puerta de mi casa. El cariño de un amigo por whatsapp. Mensajes de amor en Facebook e Instagram. Una voz grabada en mi teléfono cantando cumpleaños feliz. Un dulce que llegó en una caja rosada, con un poema y un nombre enigmático: amor muerto, pero rotundamente delicioso. Unas violetas en un matero color oro. Una llamada de Zoom con mi familia cantando mal, pero cálida y cercana. Un abrazo que traspasa el otro lado de la pantalla. Mis hermanas como soporte y compañía. Mensajes desde distintas partes del mundo. Una llamada de disculpa, reconocimiento, reconciliación, justo cuando la decepción parece arroparme. Una voz de aliento en la oscuridad. Y mi esposo cómplice, haciendo el desayuno, el almuerzo, lavando los platos, mientras yo respondo a mis amigos. Lo humano traspasando el encierro.

Ha sido un cumpleaños realmente extraño, en un día de mucho trabajo, que parece normal pero no lo es, bajo esta pandemia que coloca a la muerte como amenaza y certeza en el horizonte y que oscurece el futuro con la sombra de la crisis. Pero que al tiempo, trae renovación, retos, esperanza de cambio, nuevas oportunidades.

Mi cumpleaños también me trajo un curso nocturno -en lugar de fiesta- para celebrar aprendiendo. Que a toda edad, más cuando se cumple (es decir, se envejece) la vida trae sorpresas. Que estamos para aprender todos los días.  

Los aniversarios son momentos para hacer balances, de celebrar la vida, de encontrarse con los amigos. Sin embargo, éste llegó casi sin ser deseado, en un momento de desánimo y de hastío por el encierro. Pero a medida que el día fue avanzando, las llamadas y mensajes cargaron mi día de una nueva energía.

Ahora tengo una nueva vitalidad, gracias a todos estos amorosos regalos que me confirman que la vida, esta inesperada vuelta de hoja que encontramos a cada paso, nos sorprende con el reto de seguir confiando, creando, amando. 

Una confianza que nace en vernos en el otro, ese espejo que nos confirma que no estamos solos.






sábado, 27 de junio de 2020

El día que perdí mi título

Hoy se celebra en Venezuela el día del periodista.

Hace un año, para esta fecha, estaba en Caracas, por la graduación y matrimonio de mi hijo Pedro. Lo viví como una cadena de hechos que guardaron un simbolismo mágico para mí, pues a veces creemos que los eventos que nos ocurren son una suerte de oráculo. Probablemente da algo de seguridad ante la incertidumbre el creer que las cosas ocurren por algo: Y es que por aquellos días en los que a Pedro le dieron su título de arquitecto, en la misma hermosa Aula Magna en el que yo recibí el mío de periodista, caí en cuenta que había perdido mi título. Eso lo viví como una catástrofe. Sentí que me perdía yo misma.

Por alguna razón dejó de estar dónde siempre creí que estaba: un closet de mi casa. Recuerdo que me asombró sentir que había una laguna de olvido que impedía ubicar exactamente el momento en que lo guardé antes de irme del país. Desbaraté ese armario, incluso rompí la madera con un cuchillo (fue un hueco bastante mal hecho, casi a mordiscos desesperados), pues pensaba que había caído hacia un espacio entre el closet y la pared. Luego, sistemáticamente, me dediqué a revisar cada lugar posible de mi casa. Con paciencia desarmé cada cuarto, armario, gaveta y en ello, desempolvé recuerdos, fotos, papeles, dibujos y rincones olvidados. Era como encontrarme a mi misma, aunque nunca encontré mi título. 

Aún hoy no se qué pasó. Pensé en la posibilidad de que alguien se lo hubiese llevado. Especulé si lo dejé en algún trabajo - ¿El Nacional? - Quizás pensé apostillarlo y en la locura de la salida de Venezuela lo dejé en el registro. Es como un espacio de no memoria que aún me intriga. Y el día del periodista, estando en Caracas el año pasado, sentí que había dejado de ser periodista. Luego fantasee con la idea de que aparecería el día de mi cumpleaños -el 2 de julio- como un regalo que me daría la vida. Pero nada de eso ocurrió. Simplemente se esfumó.

¿He perdido 30 años de vida profesional? Pensé mucho en que ahora que he migrado, en este nuevo plano en el que parezco no tener historia, y en el que resulta irrelevante rescatar aquella que fui, o aquella que pude ser, quizás tener un título no sea tan importante.

Del periodismo que viví con tanta pasión, al que dediqué tantas horas de trabajo y que me hizo ser quien soy, queda poco en Venezuela. Las redacciones que formamos, los periódicos que escribimos, las historias que reporteamos, son parte del país que nos quitaron. Ese periodismo lo perdimos, como perdimos el país, junto al futuro que creímos construir. Recuerdo que mis profesores me decían que tenía que forjar con mucha seriedad mi credibilidad, pues era mi único legado. Trabajé mucho en eso, en tener un nombre, que Aliana González fuera sinónimo de periodista íntegra, honesta, creíble. Hoy nada de eso parece tener importancia. La desmemoria no solo me arropa a mi, en la pérdida de mi titulo, sino que parece arropar a ese país que hasta llega a desdibujarse en mi recuerdo.

Hoy estoy en México, donde empiezo a construir nuevamente mi nombre, no tanto como periodista sino como persona. Busco reinventarme, en un nuevo tiempo en el que ha cambiado incluso la forma de ejercer el periodismo, de informarnos, en el que las redes sociales son las que jerarquizan lo que es o parece ser relevante, y en el que los periodistas somos marcas personales. Todo en medio de una pandemia que parece va a cambiar aún más las cosas. Hoy, en esta nueva perspectiva, haber perdido mi título no me parece ser relevante.

¿Sigo siendo periodista? Es parte de mi personalidad confirmar cada cosa que me dicen, preguntar, indagar e investigar. Soy curiosa. Escribo. Siento la impetuosa necesidad de dejar constancia de la historia, al menos de la mía. Y me molestan en extremo las faltas de ortografía.

Creo que por tener o no un título, no dejaré de ser lo que siempre fui. Por eso celebro en la distancia el Día del periodista venezolano, ese que fui, que es historia compartida con mis amigos repartidos por el mundo, que ha forjado mis afectos y que celebro también pensando en quienes luchan y hacen periodismo en Venezuela, a contracorriente.


Al tiempo que a mi hijo le dieron su título, yo perdí el mío

domingo, 21 de junio de 2020

Mi papá, el luchador de sueños



Podemos decir de él que su nombre es José Antonio González Cordero, que es ingeniero agrónomo, que nació en Santa Cruz de La Palma, en Tenerife, que fue campeón de natación, que era calvo desde los 19 años y que se nacionalizó venezolano siendo muy joven. Pero lo que mejor lo describe, es que fue un hombre que supo perseguir sus sueños y que toda su vida se dedicó a construir un mundo mejor.

Ese es mi papá. El mismo que hoy tiene Alzheimer y que nos acompaña en nuestra migración en México y del que tanto lamentamos que su demencia le impida disfrutar de la aventura de descubrir nuevos sabores en las comidas, revelarnos sus conocimientos o encontrar proyectos a los que engancharse con emoción. Duele que no esté, aunque su presencia sea tan imponente y su sonrisa siga siendo la misma. Aunque siga con nosotros.

Mi papá era aventurero y temerario, con una fuerte conciencia social, sin miedo a tomar decisiones porque era guiado por sus convicciones. Así, siendo yo niña, nos fuimos a vivir a Tucupita, en el Delta del Orinoco, un lugar selvático donde inventó una escuela para enseñar a los campesinos a aprovechar mejor las tierras y en donde echó a andar proyectos que parecen locos, pero que eran verdaderamente innovadores en los años 70: una radionovela educativa, un estudio de televisión para hacer programas que se emitirían en circuito cerrado en pueblos sembrados en las riberas del río, una casa-granja a la que luego vendrían los campesinos a aprender y a la que trajo de Chile, Argentina, Uruguay e incluso Holanda, a exiliados, intelectuales y toda suerte de personajes que quisieron seguirlo en su proyecto. 

Luego mi papá fundó una cooperativa agrícola y nos mudamos, primero a Sanare, en el estado Lara (para aprender de las cooperativas que allí existían) y luego al Cristo de la Paragua, un pueblo minero en el estado Bolívar, porque según decía, allí estaban las mejores tierras del país, con la idea de transformar la forma de sembrar, pero sobre todo de cambiar las relaciones laborales al trabajar en equipo, compartiendo riesgos, esfuerzos y recursos. Mis padres vivieron en ese pueblo que bien podría haber sido Macondo, dónde él incursionó en la siembra de vegetales cuando allí sólo se sembraba maíz, donde enseñó a sembrar también peces en las lagunas, y en donde ideó un sistema ecológico en el manejo de la siembra para aprovechar mejor los recursos y que hoy podría llamarse orgánico. También innovó en la manera de comercializar la producción para que en la cadena, los productores no perdieran tanto. Todo esto a contracorriente: en un país que vivía del petróleo y que se olvidaba del campo, y en tierras que pronto serían inundadas por la represa del Guri en 1985-86.

Mi papá vivía de utopía en utopía. La posibilidad de cambiar la realidad por un ideal lo impulsaba con una energía que contagiaba. Visionario, trabajó con las primeras computadoras. Siendo niña, recuerdo que me contaba como si fuera una premonición, sobre el día en el que las personas pudieran comunicarse en la distancia a la velocidad de la luz e incluso, pudieran activar con su voz las luces de la casa o trancar las ventanas. Nunca dejó de soñar, incluso cuando regresó a Caracas para empezar de nuevo, a finales de los 80 y aún en sus momentos más inciertos, cuando fue despedido de trabajos por sus convicciones políticas en la era Chávez, porque siempre conectó con ideas que fueran transformadoras.

Ese optimismo de mi papá, esa forma de andar por la vida sintiendo que si se hace lo correcto no hay por qué temer, sin preocuparse por construir un patrimonio o dejar bienes tras de si, me ha dado una libertad que hoy me permite vivir esta migración en México con menos angustia, transitar por crisis y sobrevivir a situaciones complejas, con alegría y esperanza.

Por ello te agradezco. Porque aún recuerdas mi nombre, me reconoces y en las mañanas aún me sigues diciendo que estoy muy bonita y que me quieres, y con tu presencia, me recuerdas que luchar por aquello que soñamos, es una empresa a la que bien vale la pena invertirle la vida. 


domingo, 14 de junio de 2020

Mudarse en tiempos de coronavirus

Pronto cumpliremos tres años en México, que ya siento mi país. He construido amigos y hogares, rutinas y nuevos paisajes. En particular, en las playas de Tecolutla, Oaxaca y Zihuatanejo, me siento en casa y en esos momentos de alegría, con el olor del mar que trae el viento, puedo olvidar que hubo una escisión, un país que dejé, unas playas que no veré más. Al tiempo, he construido nuevos afectos, y en particular siento por Ciudad de México la contradicción que vive todo migrante, (la de pertenecer y el sentir que puedes vivir otra dolorosa pérdida al marchar) por lo que será siempre parte de la añoranza. 
Y así, cuando me pensé estable, con los pies en la tierra y tranquila, vino un nuevo e imprevisible movimiento telúrico: la pandemia por el coronavirus, la cuarentena y sus consecuencias sociales y económicas. Un estado de cosas que nos obligó a definir nuevas metas, prioridades y a tomar decisiones en un terreno que creía superado: el de la sobreviviencia. 
Mudarnos en momentos en que la curva de muertes alcanzaba su máximo, fue la loca decisión que tuvimos que tomar, con un listado de requisitos casi imposibles por cumplir: vivienda para seis personas, con mascotas, sin subir más de un piso por mis padres mayores o con ascensor, en un lugar que no sea peligroso y que preferiblemente, sea iluminado y cálido en invierno. Y el requisito más importante, el motivo de la mudanza, que sea económico y reduzca considerablemente los gastos fijos. Fue así como recorrimos lugares que nunca pensamos visitar en Ciudad de México, y que me vi luego investigando en Google, para saber sobre seguridad, distancias, cotidianidades. Tratando de, con conocimiento, ganarle una partida al miedo a lo desconocido.
Fue como migrar de nuevo. Ahora lo veo. Sobre todo porque no fue una decisión tomada por el placer de cambiar, sino obligada por factores externos, como nos pasó con la salida de Venezuela. Más allá de tomar las previsiones para cuidarnos del virus en esta tarea, reviví el trauma de dejar, por obligación, aquello que sentí había construido y era parte de mi: el conocer a mis vecinos, las calles por las que paseaba a mis perros, el balcón en el que tomaba el café, los lugares para comer rico a tres cuadras de mi casa, el cine al que podía ir caminando. Y una planta de calabaza que sembré, y que se trepó frondosa, en los barrotes de mi balcón.
Ya tenemos 15 días en la nueva casa, un departamento que desde la altura del piso 14, me permite ver toda la ciudad. Ahora tengo una nueva perspectiva, que espero disfrutar y aprovechar: porque no solo puedo ver la totalidad del paisaje, y tener una vista macro, global. Me enseñó que la sensación de seguridad, es una quimera. La incertidumbre es nuestra compañera eterna, aunque haya momentos en que creas que todo está bajo control. Hay que ser flexible, en lo posible, sacarle el jugo a la vida, disfrutarlo todo, vivir lo que llaman "el aquí y el ahora" y saber que participas en una aventura, en la que no sabemos qué más puede pasar, incluso a la vuelta de la esquina.
La planta de calabaza me la traje, y contra todo pronóstico, ella supo adaptarse y sobrevivir. Ahora crece una hermosa calabaza en sus ramas.



 

domingo, 5 de enero de 2020

Una gran tragedia que nos une

Hace poco me di cuenta que convivo con un dolor del que no me había dado cuenta, y que es como un monstruo, que palpita con vida propia. Pero que lo llevaba dormido, dentro de mí.

Probablemente me lo oculté por mucho tiempo, para no verlo. Hoy me parece increíble, porque - tras poner distancia de tiempo y espacio - ahora puedo ver sin filtros la realidad en la que viví, hace poco más de dos años. Encerrados en un entorno que todo el tiempo golpea, (a la dignidad, a los motivos por los que luchar, a la cotidianidad con la amenaza que pende permanente sobre todos, que achica y oprime, que anula y hace sentir miserable). Un entorno en el que la falta de esperanza se volvió una forma de caminar y en la ropa que vestimos.

Esa, era y es la realidad de todos. En esa cotidianidad (y hablo en pasado, porque la dejé atrás al venir a vivir a México, pero que aún así me sigue acompañando) pasaban cosas de las que, al final, ya no quería enterarme. Dejé de ser empática, interesada en las noticias y ciudadana activa, contraviniendo así no solo mi ser como periodista, sino mi propia identidad. Simplemente, necesité pasar la página y no mirar a los lados, como una forma de protegerme.

Hoy veo desde esta distancia (no solo la distancia física de no vivir allí, sino la distancia emocional: el muro que he construido con mi lejanía) lo que ocurre en la Asamblea Nacional y veo como, de manera tan burda -sin al menos guardar las formas- se jugaron tretas para que Guaidó deje de ser presidente de la AN y así el chavismo pueda salirse con la suya, como siempre. Sin más. Otra muestra de cómo lograr la impune destrucción de las esperanzas, del triunfo del mal sobre el bien sin que sea posible una revancha. Los puñetazos como única forma de diálogo.

En mis días en Caracas la urgencia de vivir me obligó a hacer filas, a perseguir arroz, aceite, harina o pan, a hacer maromas para lograr trámites, y mi atención sólo se enfocó en un esfuerzo: sobrevivir. Sin ver hacia los lados, me refugié en mi capacidad de ser resiliente, y me obsesioné por ser feliz, a pesar del entorno. Construí en mis afectos, en mi familia, en mis plantas y en mis mascotas, un refugio contra el oprobio. Y como un mantra, me repetí que aquello pasaría pronto: porque siempre he sido optimista y siempre le he encontrado la vuelta al mal que por bien llega. Esa ha sido mi arma secreta.

Entonces, lograba cambiar en bueno todo lo malo: como el decirme que hacer arepas con zanahoria y calabacín (por la escasez de harina) sería beneficioso para la salud; o que como consecuencia de la vida en un salto, ahora teníamos mayor comunicación con nuestros vecinos; y que ante la falta de actividades de distracción o el encarecimiento de los locales de comidas o diversión, podríamos construir nexos más sólidos con los hijos, padres y hermanos, al disfrutar encuentros familiares en casa en lugar de salir a la calle.

¿Es posible acostumbrarse al horror? Puede ser tan natural y además, tan colectivo, que termina por amilanar cualquier rebeldía interior. Y yo quería conservar algo de ternura dentro de mi y que el odio no ganara la partida. Encontrar un antídoto para impedirle a la frustración hacerme más amarga, o mordaz, o cínica. Fui feliz viendo a mis plantas florecer. Además, luego de tantas marchas y sus muertes, estaba claro que la situación no cambiaría con protestas ciudadanas. No más sangre sobre el asfalto.


Hoy desde México veo, aún con horror (que a Dios gracias aún conservo) el espanto que tuvo lugar este día 5 de enero. Sin embargo, no quiero ir más allá de escribir este post y lucho por cerrar la página. Siento una tristeza que me invade, y que hace surgir al monstruo que me acompaña, agazapado, en el corazón: ese dolor, que no solo palpita en mí, sino en tantos otros venezolanos.

Por ahora he decidido no alborotarlo (al dolor) para dejar que siga dormido. Un día a la vez, como dicen en AA. Sin embargo, me queda claro que el daño ya está hecho, pues no puedo evitar la invasión de la desesperanza y que el velo de la tristeza me arrope en la noche.

Esa tristeza por la promesa rota que es hoy Venezuela, cuyo único consuelo es saberla compartida con mis compatriotas, gracias a lo cual, con aquellos con los que me encuentro, nos podemos abrazar sabiendo que el otro entiende perfectamente de qué dolor hablamos. Como si estuviéramos en un velorio.

Solo que ahora no tengo idea de cómo trastocar en positivo todo esto, más allá de alegrarme un poco al saberme menos indiferente de lo que me juré ser, y al encontrarnos hermanarnos (los venezolanos) en un mismo dolor: ese monstruo agazapado en nuestro interior y que todos compartimos unidos en esta tragedia que se llama Venezuela.


Ver información sobre lo ocurrido en la AN

lunes, 9 de septiembre de 2019

Ojalá

Hace una semana que mis hijos -Pedro y su esposa Andrea- viven con nosotros. Apenas inician su vida de migrantes. Con ilusión les preparamos el cuarto, compramos la cama, pintamos las paredes, limpiamos la casa e hicimos mercado. Los esperamos en el aeropuerto, con el corazón en un salto, con miedo a que no los dejaran entrar. Y fuimos inmensamente felices al verlos traspasar la puerta  para fundirnos en un abrazo, en estos saltos de emoción que esta nueva vida nos ofrece, y que aunque a veces aterran, también nos recuerda que estar vivos es sobre todo vivir en la incertidumbre, porque nada está garantizado.

Ellos vivieron una locura de despedidas antes de viajar y ahora los vemos hacer planes, sacar cuentas, pensar en el próximo paso, ubicarse en la ciudad. Ya desarmaron maletas y se instalaron, mientras se acostumbran a su nuevo ambiente y procesan lo que pasó, que no se aún si lo entienden en toda su enorme dimensión.

Lo se, porque yo lo viví hace dos años, y al verlos, me veo reflejada en ellos. Pero como cada quien vive su propio proceso, trato de no dar lecciones o fórmulas. Simplemente acompañarlos y ayudarlos en lo que piden. Estar allí, en lo posible.

Con su llegada, nuestra casa asume otra dimensión en el modelo de familia extendida que tenemos desde que mis padres viven con nosotros. Y aunque por estos días, mis padres visitan a mi hermana en Querétaro, y ahora somos cuatro, pronto seremos seis. Tres generaciones en tres cuartos, en una casa con espacios compartidos como si fuéramos roomies. Por ahora, Miguel y yo aprendemos de esta nueva relación con nuestro hijo, adulto, casado, mientras conocemos más profundamente a Andrea y empezamos a quererla con más intensidad. Porque estamos en condiciones muy especiales, en las que a todos se nos mueven sentimientos y emociones, en las que somos particularmente vulnerables y en las que hay que cuidar aún más la relaciones.

Sin embargo, creo que nos fortalece el sentir que somos un frente. Que unidos somos más y que juntos podemos. Además, que disfrutamos de un privilegio que pocos migrantes tienen: tener cerca a la familia. Y que el hecho de que la vida nos haya colocado en esta posición, puede ser una bendición: vivir con mis padres en su vejez, un tiempo extra de convivencia, del que podemos salir fortalecidos y con muchos aprendizajes, y vivir con nuestros hijos sus primeros momentos de casados, acompañándolos en esa aventura enorme que es construir una vida, pero tratando de tener la sabiduría de darles su espacio y respetar sus decisiones. A nuestros 56, somos la generación que justo está en medio de ambos extremos, y eso me llena de preguntas: cómo es que todo llega y se va tan rápido, cómo es que cambia y se transforma, qué legado dejamos y cómo será que nos recuerden cuando ya no estemos.

Ojalá toda esta experiencia nos una y acerque aún más, y haga que el amor sólo se multiplique. Ojalá que todos aprendamos de la experiencia. Ojalá que sea un camino a Itaca, ojalá largo, ojalá intenso, ojalá lleno de aventuras.

Ojalá, también algún día, tengamos la opción de regresar (o de quedarnos), con nuestras maletas llenas de aprendizajes, momentos vividos plenamente, con una familia fuerte como resultado, construida en la adversidad, pero basada en el amor y el respeto. Ojalá.


Camino a casa, llegando del aeropuerto